jueves, 23 de febrero de 2017

Mi amada/o entre Plumas

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Quien mucho abarca, poco aprieta, se dice, ¿no? Seguramente será lo que me suceda en esta entrada. Tenía intención de hablar de un libro cómic, pero me ha llegado una obra que no deja de pedir paso aquí. Habibi, ‘mi amado’ (también podría haber sido habibati, ‘mi amada’) es el título de una extensa novela gráfica ‒de más de 650 páginas‒ de Craig Thompson [editada en la bilbaína Astiberri] que narra las conexiones vitales entre una mujer árabe, que siendo niña padece el matrimonio concertado, y un hombre negro, que es adoptado de niño por dicha adolescente, cuando ambos llevaban cadenas de esclavitud.
Pero es mucho más que una historia, o que una historia escrita, pues su grafismo es tan variado, que en muchas ocasiones habla por sí mismo. Cuadrados, rectángulos, rombos, óvalos, líneas ondulantes diluidas en humo, suelos marmóreos, caligrafías árabes, geometrías, ríos, brebajes en los cuerpos, rayos, oscuridad-luz… son elementos que utiliza el autor para pasar de unas a otras escenas, narrando las vicisitudes de esta pareja entremezclándolas con historias religiosas conocidas. Tejido ello en torno a los nueve cuadrados (capítulos) en que se divide el panel principal, cada uno de los cuales tiene un valor numérico y una letra correspondiente.
Disfrutando estaba de este mosaico, cuando me llegan La plumas de Salim Barakat. Que recuerde, no había leído literatura kurda y a fe que me ha resultado sorpresiva y enigmática (ya que imagino que tiene claves a las que no accedo con mi cultura). Las personificaciones y metagoges están tan integradas en la escritura que cualquier elemento natural ‒nubes, lluvia, viento, etc.‒ es un personaje más de la obra. Y qué decir de la presentación de quienes son elegidos por el hado inextricable para participar en la obra: «Mem: el joven que conquistó la realidad; Tres rosales: meros arbustos; La de las botas militares: chica cuyo nombre no interesa; Nueva emisora de radio: con muchas ondas; etc.».
¡Qué voy a decir! Dos excelentes hallazgos en una semana.

[Salud. A la espera de que la vida transcurra por sus cauces].

viernes, 17 de febrero de 2017

Antes del fin (Sábato y Matilde)

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Compruebo que no hemos dedicado ninguna entrada a Ernesto Sábato (1911-2011), a pesar de que el argentino es una de las personalidades más atractivas del siglo pasado. Otra mucha gente piensa así. Cuando comenzó a escribir sus memorias, a las que da el título de Antes del fin (1899), le animaban a continuarlas diciéndole «tiene el deber de terminarlas; la gente joven está desesperanzada, ansiosa y cree en usted; no puede defraudarlos». Es un científico escorado hacia la literatura. Con estudios de matemáticas y física, incluso con una beca que le permite trabajar en 1938 en el Laboratorio Curie de París, se deja arrastrar por profundas crisis personales y obedece el mandado de su interior. Será ensayista, articulista y novelista, con tres obras icónicas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974).
Le añade, además, atractivo el compromiso social que no elude durante su vida. Lo inicia siendo estudiante en La Plata, hasta el punto de abandonar los estudios y entregarse a la actividad sindical de emancipación obrera (cuando el mundo estudiantil y el obrero confluían en las corrientes progresistas).
Sin duda que Antes del fin es uno de los regalos más apreciados que pude hacerme (y no dudo en regalarlo cuando me encuentro en el compromiso de no saber qué elegir). En sus páginas trata de expresar de la manera más delicada los «graves defectos» de los que es consciente, en su octava década, cuando los semisueños aparecen intemporales, mezclados con los recuerdos de infancia. Pero hay otros textos en los que sí aparecen «mis verdades más atroces»; es en las novelas «en mis ficciones, en esos bailes siniestros de enmascarados que, por eso, dicen o revelan verdades que no se animarían a confesar a cara descubierta. También los grandes carnavales de otros tiempos eran como un vómito colectivo, algo esencialmente sano, algo que los dejaba de nuevo aptos para soportar la vida, para sobrellevar la existencia, y hasta he llegado a pensar que si Dios existe, está enmascarado».

Junto a él, desde la adolescencia, vive Matilde Kusminsky-Richter (1916-1998), escritora y poeta que aceptó publicar lo suyo poco antes de morir.

sábado, 11 de febrero de 2017

Maquiavelo

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Cuesta imaginarse a Maquiavelo (1469-1527) sentado tranquilamente, leyendo a la luz de la vela. Al menos a mí. Pero, sin embargo, uno de los lugares comunes de la literatura, en especial cuando se habla de las virtualidades de la lectura, es una carta suya en la que se retrata de este modo, abandonado a la mudanza ética que pueden producir los textos clásicos. No es el único. Su coterráneo Petrarca (1304-1374) ya había tenido conversaciones con «los santos, los filósofos, los poetas, los oradores, los historiadores», tan fascinantes que escribe cartas ‒de tú a tú‒ a Cicerón o Virgilio, ejerciendo a la vez (según dice Francisco Rico) la introspección y el juicio moral sobre el presente. Y no digamos el Quevedo que escucha con sus ojos a los muertos.
Salido de la cárcel, en la que es torturado, a la que le llevan la vuelta de los Médicis a Florencia en 1512, se retira a una pequeña propiedad cercana que tiene en San Casciano in Val di Pesa. Allí vive años de penurias, pero extrae lo mejor de su talento y, con estilo desenvuelto, escribe lo que ha legado a la civilización. Gana el sustento con lo que le renta la leña que corta en el bosque, para lo que contrata obreros que le ayuden. Con ellos convive durante el día y con ellos está en la taberna. Así lo explica en carta a su amigo Francesco Vettori a finales de 1913. José Ángel Valente versifica (casi literalmente) esta misiva en Maquiavelo en San Casciano, poema que nos acerca al final del día:
Llega al cabo la noche.
Regreso al fin al término seguro
de mi casa y memoria.
Umbral de otras palabras,
mi habitación, mi mesa.
Allí depongo
el traje cotidiano polvoriento y ajeno.
Solemnemente me revisto
de mis ropas mejores
como el que a corte o curia acude.
Vengo a la compañía de los hombres antiguos
que en amistad me acogen
y de ellos recibo el único alimento
solo mío, para el que yo he nacido.
Con ellos hablo, de ellos tengo respuesta
acerca de la ardua o luminosa
razón de sus acciones.
Se apaciguan las horas, el afán o la pena.
Habito con pasión el pensamiento.
Tal es mi vida en ellos
que en mi oscura morada
ni la pobreza temo ni padezco la muerte.

[Salud. Esperando que la vida discurra por su cauce].

domingo, 5 de febrero de 2017

Huellas (música para el Holocausto)

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Suelen caerme en gracia las mujeres que han trabajado en bibliotecas y, al tiempo, han sido creadoras. Ahora escucho el Magnificat de Buxtehude (1637-1707), uno de mis favoritos. Ya ya, ya sé que ni es mujer ni trabajó en bibliotecas. Quien sí lo era es Ida Frank (1921-2011), estudiosa de música en el Conservatorio de Lwow hasta que los ejércitos nazis ocupan Polonia, lugar en el que vivía. Su vida cambia –¡y de qué manera!– en esa trayectoria de la historia, redobladas las desgracias al ser judía. Confinada en un gueto durante 1942, logra sobrevivir a los embates de la guerra utilizando papeles falsos. Más tarde, en 1957, se asienta en Israel y, ahí sí, se emplea en una biblioteca musical.
Ya me había embebido en su momento con El viaje, seguramente su colección de relatos más conocida. Tardó tiempo en dejarme desprendido de sus palabras. Ahora, la casuusalidad me ha puesto delante Huellas (2012 [en la serie Los Papeles de Sefarad, dirigida por Mercedes Monmany, con uno de los más hermosos colofones que he leído últimamente: una gota de agua preñada de la música de Beethoven]) y los veinte relatos que contiene vuelven a obnubilarme. Es decir, leo los periódicos y apenas comprendo cómo podemos marearnos días y días con asuntos intranscendentes, dejando de lado lo que concierne al bienestar humano, solo porque hay quienes ambicionan parcelas de poder y nos construyen fuegos fatuos.

Nada más lejos de ello la prosa de Ida Frank. Escritora tardía, maestra del silencio, ahí en sus páginas está el evento, lo cotidiano, las personas –mujeres la mayoría– que en un momento de su vida se ven invadidas, desvalijadas, abordadas… hasta la desventura, hasta el holocausto. Escasas concesiones a la vanidad. Unos versos de Boleslaw Lesbian («La oscuridad espesa en la hierba, / arrecia el frío en la tierra. / Parece que la lejanía errante / a tu puerta se aproxima…») y esa gota desbordante.
Recordamos. (Sobre su obra queda la película Primavera de 1941 de Uri Barbash).