domingo, 29 de mayo de 2022

Helgoland, agua y partículas cuánticas

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Helgoland, ‘Tierra sagrada’, recibe las olas atlánticas de la Frisia alemana y, con frecuencia, la niebla vela y desvela sus acantilados rojos según soplan más o menos fuertes los vientos del Mar del Norte. En esta isla pequeña filmó Murnau escenas de Nosferatu. Con menos de dos mil habitantes y características como la de que no circulan automóviles por su suelo, el lugar es frecuentado por quienes desean tranquilidad. Allí llegó el joven Werner Heisenberg (1901-1976) en 1925 para aclarar las ideas que bullían en su cabeza y, gracias a sus observaciones, recibió el Premio Nobel de Física en 1932.

Helgoland (2022), de Carlo Rovelli (1956) expone el nacimiento y evolución de «la única teoría fundamental del mundo que hasta ahora no se ha equivocado». Lo curioso del asunto es que sus planteamientos –observables, probabilidad y granuralidad– no predicen certezas. Se elabora colectivamente por una serie de físicos y matemáticos entre 1925 y 1926, fundamentalmente, que disponían con las bases puestas desde principios de siglo por la constante de Mark Plank, la relatividad de Einstein y las reglas de Niels Bohr. En la nómina figuran Max Born (que es quien acopla las diversas proposiciones), Heisenberg (con las partículas), Jordan, Schrödinger –el del conocido gato– (con las ondas), De Broglie, Pauli y Dirac (que describió el proceso cuántico en 1930, de una forma que todavía no se ha superado). Todos tienen su Nobel, salvo Jordan, que permaneció fiel al nazismo.

Agradezco estos libros, a los que vuelvo de cuando en cuando, pues me gusta comprender la realidad que nos conforma. Me permiten remozar los conocimientos que adquiero y olvido tantas veces. Y me consuela el que concluyan que nadie comprende en su fondo la teoría cuántica –o sea, que no soy solo yo–, ya que la Física no se ocupa en describir la Naturaleza, sino de lo que podemos decir de ella.

Salud

domingo, 15 de mayo de 2022

Hierba (Casa de consuelo para Japón)

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Casas de consuelo hospedadas por mujeres de consuelo. Así concebían su mundo los soldados japoneses que intervinieron en la guerra del Pacífico durante la segunda guerra mundial. Era su derecho poder desfogarse. Para ello secuestraron a una multitud de muchachas, la mayoría coreanas, y las tenían en los lugares donde estaba establecido el ejército en el este asiático, caso de China. A algunas les prometían trabajo, negociaban con las familias de otras, aunque no era necesaria razón alguna para encerrarlas; sencillamente las raptaban en poblados o en caminos y las transportaban a los lugares convenidos.

Hierba (2022, traducida por Joo Hasun), de Keum Sug Gendry-Kim, narra la historia gráfica de la coreana Lee Ok-Sun, una de estas mujeres de consuelo, eufemismo empleado por el ejército imperial japonés para denominar a sus esclavas sexuales. Lee fue raptada en 1942 y trasladada a la fuerza a una base aérea en China. No volvió a su país hasta 1996, gracias a un proyecto del canal televisivo SBS.

Lee Ok-Sun vive en la llamada Casa del compartir, refugio para las víctimas de la esclavitud sexual, con residencia y museo, ubicada en Gwanju (Corea del Sur). Allí es donde la autora la ha visitado repetidas veces y se ha atrevido a preguntarle por su vida. De este modo ha elaborado esta historia, Hierba, que da cuenta de su infancia en un hogar muy humilde de Busan, Corea del Sur, y de las sucesivas ventas que sufrió en la niñez y adolescencia.

Historias oscuras para las naciones que las propiciaron, que solo en parte pueden ser reparadas.

domingo, 1 de mayo de 2022

Canción del ocaso (allá por Escocia)

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 Hay países que quedan a desmano en la conversación. No aparecen por lo común en nuestros asuntos. Al menos, eso es lo que me sucede con Escocia, salvo en algunos momentos en que se nos habla de su nacionalismo. Pero hace poco me llamó la atención un libro de la mesa de novedades de la biblioteca del barrio, La canción del ocasoSontag Song–, de Lewis Grassic Gibbon (1901-1935), y durante un tiempo me ha absorbido su lectura. Seguramente ha ayudado a ello el que mi infancia transcurriera en un pueblo en el que se convivía con los sonidos del viento y las olas verdes de los campos. Y de que haya sido testigo de la transformación rural por la llegada de la civilización ciudadana, que, en este caso, tala los bosques primigenios y deja el páramo al albur de las tormentas.

Sorprende, en primer lugar, que este libro -parte primera de una trilogía- no haya sido traducido con anterioridad, pues está escrito en 1932, una vez que el autor, al que la muerte no le dio demasiada tregua, se alejó de su tierra y se estableció en Inglaterra. Y, en segundo lugar, llama la atención el que en aquel tiempo eligiera a una mujer como protagonista, Chris Guthrie, espina dorsal de una historia colectiva, que la vida pone ante la disyuntiva de elegir entre vivir de la cultura o vivir de la tierra.
«Y entonces tuvo una idea extraña en los campos empapados: que nada perduraba en absoluto, nada salvo la tierra por la que caminaba, removida, cavada y en perpetuo cambio a manos de los pequeños agricultores desde que los más antiguos de estos habían erigido las Piedras junto a la laguna de Blawearie y subían allí en sus días de fiesta religiosa y veían que las cosechas de sus bancales crecían al viento y al sol. El mar, el cielo y la gente que escribía, luchaba y era culta, y que enseñaban, hablaban y rezaban, duraban solo un suspiro, como la niebla en las colinas, pero la tierra era eterna; se movía y cambiaba debajo de ti, pero era eterna, estabas cerca de ella y ella de ti, y no podías dejarla, sino que te retenía y hería».

Salud