Escucho melodías bosnias al
tiempo que leo un libro de emigrantes judíos del Este europeo en Estados
Unidos, alojados en edificios de apartamentos ruidosos e incómodos de las ciudades industriales. Imagino a las gentes dejando escapar alguna lágrima
cuando escuchan lejos de su tierra los sones de su infancia o juventud, los
lamentos del violín, la guitarra o del acordeón.
Sevdah es
la palabra clave. Hambre de canto ‒vulgo ‘melancolía’; ‘bilis negra’ en árabe,
de donde proviene; ‘amor apasionado’ o ‘añoranza’ en turco‒. Deviene en anhelo
incurable. Melodías que en Bosnia ‒el fado en Portugal, el tango en Argentina‒
se constituyen en alimento, en algo sin lo cual no podría vivirse.
Apegos
feroces es el título dado (2017) a las memorias que publicara en
1987 Vivian Gornick (1935). Nacida y crecida en el Bronx, de padres europeos,
logra estudiar en la universidad y convertirse, con los años, en escritora
reconocida, al tiempo que despliega su activismo social y feminismo. El libro es
un ir y venir con su madre, ya entrada en la madurez, por las avenidas neoyorkinas, en un habla salpicada de diálogos atravesados
por una sinceridad mordaz; paseos en los que se entremezclan recuerdos,
reproches y complicidades. Y, según dice Jonathan Lethen en el prólogo, estas
memorias tienen esa calidad endemoniada, brillante y absoluta que tiende a
elevar un libro por encima de su contexto y provoca que sea admirado como
clásico.
Sin duda, su lectura me
alegra los días. Como lo hacen los poemas de Aleska Santic (1868-1924), en especial ese Emina, musicado por más señas.
[Salud. A la espera de que
la Vida conceda música a quienes gobiernan la res publica].