Continúo atravesando con
gusto El Parral camino del trabajo; el suelo persiste en extender el otoño, si
bien cada vez va tomando más color de barbecho. Desde el cambio de hora
reciente, con el resplandor de la fronda, a la 8 de la mañana se ve lo
suficiente como para leer las primeras líneas del día. Llevo en el bolsillo un
libro manejable, de tamaño similar al de un teléfono inteligente, con letra de
cuerpo 4 (más o menos), perfectamente legible. Es de la editorial Continta metienes, asentada en Carabanchel, interesada en una mezcla curiosa: feminismo,
artes escénicas y conocimiento. Se titula Elogio
del teatro y anuncia que se trata de un diálogo –o conversación desenfadada
a orillas del Ródano– de Alan Badiou con Nicolas Truong, surgida del encuentro
público habido entre filósofo y periodista en el Festival de Aviñón en 212. (Aunque
más bien sea un requerimiento del segundo al primero).
Lleva un adecuado prólogo de
María Folguera (1984) con el título de «El pan, la luz y la pena», ya que
considera que el teatro tiene esa inmanencia, ese apego en lo cotidiano que lo
hace pan; al tiempo que tiende a iluminar aspectos incomprendidos o agresivos
de nuestro hacer; y –qué decir– el día a día nos muestra el obstinado fracaso
del diálogo entre el pan y la luz. También en los teatros, en los que se tiende
a escarmentar el mensaje en sus mensajeros.
«Si eres de los que aman el
teatro no llegarás a preguntarte [por qué necesita un elogio]: a los teatreros
nos encanta situar en él el origen del mundo, de lo humano y de la invención de
Dios, y por ello lo consideramos una víctima de la incomprensión de los
mortales, que rara vez se sientan en una butaca del mismo», escribe la
prologuista. (Ya Platón criticó en profundidad lo equivocado de su vibración y
prefirió la filosofía; aunque –¡oh, ironías!– la escribió en forma de diálogos,
que terminaron teatralizados).
No me siento capaz de
condensar aquí las opiniones y propuestas del filósofo, dramaturgo y novelista
Alain Badiou (1937), iniciado en la adolescencia en las tablas, él mismo actor
en Los enredos de Scapin (de donde
surgirá su Ahmed el sutil), con lo
que comprendió que es un arte más de posibilidades que de ejecuciones
(cerradas); es ese arte de hipótesis, ese temblor del pensamiento ante lo
inexplicable, que, por muy vanguardista que se considere (y que tienda a la
inmanencia-cuerpo-danza), no puede olvidar que cada obra en un pequeño velero
en el mar de la inmensa producción mundial desde Esquilo a Castellucci, pasando
por El alcalde de Zalamea, Rosas rojas para mí o El zapato de raso.
[Salud. A la espera de que
la Vida deje sin entradas el teatro de quienes se divierten (‘desvían la
atención’) en la res publica].
Es todo un mundo ese del teatro. Voy cuando puedo, aunque en las localidades de menor población no es fácil acceder a ello.
ResponderEliminarSaludos.
Ya lo creo, Anónimo. La ventaja que tiene es que lo coges con más gusto cuando se puede.
EliminarSaludos.
No voy mucho al teatro pero cuando voy siempre me emociona, aunque soy más de clásicos.
ResponderEliminarBesos
Ya lo creo que son emocionantes, Conxita. El teatro moderno, claro, es una partida de dados.
EliminarBesos.
Me encanta el teatro sea comedia clásico o trágico, suelo mirar la cartelera para cuando hay alguna obra que me guste asistir.
ResponderEliminarAbrazos.
Pues no dejas de ser una afortunada, Conchi, por disfrutar de ese arte.
EliminarAbrazos.
Soy una entusiasta teatrera, me sigue emocionando la ceremonia de asistir a una representación teatral, así que ese libro me conviene para pasear en el paisaje otoñal que tanto me gusta.
ResponderEliminarLos que gobiernan la res pública están ocupados en mentir y en manipular... una pena para quienes les tenemos que sufrir.
Un abrazo.
Pues seguro que lo disfrutas. Teatro y otoño, una combinación saludable.
EliminarAbrazos.