martes, 13 de octubre de 2020

Casi Nobel (Maryse Condé)

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En este año de contagios, el Premio de Literatura, uno de los cinco que Alfred Nobel dejó consignados en el testamento, se ha ido a la poesía. Louise Glück (1943) ha tenido la fortuna de recibirlo, sin estar posicionada –según dicen– en los puestos de privilegio que establecen las apuestas. Al pasear por el jardín, «Ella desea detenerse; / él desea llegar hasta el fin, / permanecer en las cosas». Al leer poesía, puedes llegar a liberar presencias, la de quien escribió los versos que te afectan –asegura Louise–. Vestirse es renovarse, «Mi alma se marchitó y se encogió. / El cuerpo se convirtió en un vestido demasiado / grande / para ella. / Y cuando recuperé la esperanza, / era una esperanza completamente distinta». Y transmutarse en flores –por supuesto, en Ararat–: «El verano es, a veces, muy caluroso, / y a veces, un aguacero echa por tierra las flores. / Así murieron las amapolas, en un día tan solo, / eran tan frágiles…».

No tengo ojo clínico para estos menesteres de los premios ni, tal vez, capacidad de percibir las cualidades de una obra literaria. Maryse Condé (1937) estaba mejor posicionada –según dicen– para recibir el Nobel este año, pero a mí la verdad no se me hubiera ocurrido proponerla para dicho galardón. Claro que solo he leído una obra suya, Corazón que ríe, corazón que llora, la cual no me hizo vibrar hasta bien avanzadas sus páginas, por lo que no puedo ponerme aquí a pontificar sobre su literatura, máxime cuando me dicen que es valiosa por retratar «los estragos del colonialismo y el caos poscolonial con un lenguaje preciso y devastador al mismo tiempo». Y tengo fe en lo que me aseguran.

Será lo que Maryse retrata en Hérémakonon (1976) o en Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), además de en la saga Segu (1985) y en Desirada (1997). Hay que reconocer que la vida le ha propiciado oportunidades y ella ha buscado, con tesón, vivencias que le permiten expresar lo dicho mediante el don y el esfuerzo de la palabra.

viernes, 2 de octubre de 2020

La gracia del mar (el marino de Mishima)

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Hace años que no leía a Yukio Mishima (1925-1970), estilista del lenguaje japonés y, en especial, autor que combina la muerte, la sexualidad y los posicionamientos sociales de sus personajes, desde el pasado o, mejor dicho, desde la mente de este novelista y crítico en la que no cabía la disolución de la tradición nacional o, mejor dicho, la disolución de la aristocracia samurái y la figura del emperador. Criado por su abuela Natsu, de salidas violentas; educado en un colegio de élite, a pesar de no disponer del dinero con el que contaban sus compañeros; se hizo escritor al practicar por las noches, con la ayuda de su madre, Shizue, primera lectora de sus textos, ante la oposición de su padre.

El caso es que ha llegado a mis manos El marino que perdió la gracia del mar (2003), una de las cuarenta novelas que escribió Mishima, esta en 1963. Desde la primera hasta la última línea sabes que estás en un mundo que no acostumbras. Con un capítulo de presentación que compone las Meninas, el desconcierto de estar observando desde el agujero de un armario lo que sucede en la habitación de al lado, con ventana al puerto de mar. Con ojos de un adolescente de 13 años, que entiende el rumbo del mundo y está dispuesto a hacer cualquier cosa para impedir que se desvíe.


La casualidad ha hecho que llevara el libro al mar, a las playas de Levante, en donde he terminado de leerlo. Pocas gaviotas. Nada heroico sucedía alrededor. Paseos (sin mascarilla) de un lado a otro, entrando y saliendo del límite del agua. Aquellos adolescentes de Mishima desperdiciaron el gesto ante el marino, al igual que su autor al morir con el seppuku. En las páginas del japonés habita una fuerza que no se muestra en las olas mediterráneas…