En este año de contagios, el Premio de Literatura, uno de los cinco que Alfred Nobel dejó consignados en el testamento, se ha ido a la poesía. Louise Glück (1943) ha tenido la fortuna de recibirlo, sin estar posicionada –según dicen– en los puestos de privilegio que establecen las apuestas. Al pasear por el jardín, «Ella desea detenerse; / él desea llegar hasta el fin, / permanecer en las cosas». Al leer poesía, puedes llegar a liberar presencias, la de quien escribió los versos que te afectan –asegura Louise–. Vestirse es renovarse, «Mi alma se marchitó y se encogió. / El cuerpo se convirtió en un vestido demasiado / grande / para ella. / Y cuando recuperé la esperanza, / era una esperanza completamente distinta». Y transmutarse en flores –por supuesto, en Ararat–: «El verano es, a veces, muy caluroso, / y a veces, un aguacero echa por tierra las flores. / Así murieron las amapolas, en un día tan solo, / eran tan frágiles…».
No tengo ojo clínico para
estos menesteres de los premios ni, tal vez, capacidad de percibir las cualidades
de una obra literaria. Maryse Condé (1937) estaba mejor posicionada –según
dicen– para recibir el Nobel este año, pero a mí la verdad no se me hubiera
ocurrido proponerla para dicho galardón. Claro que solo he leído una obra suya,
Corazón que ríe, corazón que llora, la
cual no me hizo vibrar hasta bien avanzadas sus páginas, por lo que no puedo
ponerme aquí a pontificar sobre su literatura, máxime cuando me dicen que es
valiosa por retratar «los estragos del colonialismo y el caos poscolonial con
un lenguaje preciso y devastador al mismo tiempo». Y tengo fe en lo que me
aseguran.
Será lo que Maryse retrata en Hérémakonon (1976) o en Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), además de en la saga Segu (1985) y en Desirada (1997). Hay que reconocer que la vida le ha propiciado oportunidades y ella ha buscado, con tesón, vivencias que le permiten expresar lo dicho mediante el don y el esfuerzo de la palabra.