Son infinidad las dolencias que afectan al cuerpo humano. No soy para nada experta en la materia, es más, no sé distinguir entre gripe y catarro y mucho menos entre un juanete y un sabañón (será porque lo más que han criado mis pies son las típicas pelotillas).
Sin embargo, poco a poco me doy cuenta que a través de las horas que estoy pasando detrás del mostrador, estoy adquiriendo una experiencia que ni el doctor House en sus tiempos mozos. Pero en una especialidad muy diferente a la suya: psiquiatría. O, para los más políticamente correctos, psicología. Que es así como más blandengue, que queda muy mal eso de decir que vienen “locapios” a la biblioteca.
Realmente las bibliotecas han sido desde siempre un nido de rarezas. Ya desde jovenzuela veía con asombro cómo merodeaban impunes por la sala de prensa los acaparadores de periódicos, hienas sedientas de noticias que te echaban miradas asesinas si por algún casual querías hojear primero su presa. Se guardaban varios ejemplares en el abrigo o en su defecto bajo el periódico que a su vez estaban leyendo, lo cual provocaba risas porque tanto papel era harto difícil de sostener. Esta práctica tenía su máximo exponente en lo que llamo los vampiros. Es decir, aquéllos que arrepañaban con todos los periódicos locales y/o regionales para montarse sus estadísticas sobre la edad de los muertos de ese día. Macabro, sí, pero real como la vida misma. Hasta llevaban su libretita de la Caja de Ahorros para hacer las cuentas. Ya se sabe, “cuando las barbas de tu vecino veas pelar...”.
También estaba el típico ligón pervertido en la sala de estudio. Aquel que se quedaba bizco de guiñarte el ojo con intenciones no muy castas. Las pobres víctimas conseguíamos gratuitamente una tortícolis de no desviar la mirada de nuestros apuntes.
En esta misma línea, algún vampiro que había visto que su edad no entraba dentro de los planes de la parca, se sentaba a leer (ya más tranquilo) cualquier cosa al lado de muchachas proclives al escote y tentetieso. Que ojo, Drácula también tiene sentimientos.
Estos eran los más llamativos, pero había otros que hablaban solos, paseaban compulsivamente por las estanterías, contaban su vida a cualquiera que les escuchase, se te tumbaban encima en los sillones de hemeroteca... todo un abanico de peculiares personajes en un solo edificio.
Por último, mención especial a los perennes, que a día de hoy (es que son los mismos de entonces) siguen pululando durante todo el horario de apertura de la biblioteca. Esos, el día que abandonen el mundo de los mortales, nos otorgarán el dudoso honor de tener una biblioteca encantada. Y si no, tiempo al tiempo.