lunes, 29 de septiembre de 2014

Días únicos

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Algunos días, la Camarera, los vive igual que si fueran los únicos de su vida. Dice que los presiente al despertar. Entonces se levanta, abre el balcón y no se encuentra con preocupaciones. No importa que las golondrinas ‒hace ya un tiempo‒ hayan volado hacia el sur o que, al ir camino del trabajo, vea que han podado hasta los huesos al sauce más hermoso de la rivera. Nada de recuerdos que alteren su jornada. Yo lo veo al entrar en el café aunque esté vuelta de espaldas. Su cuerpo tiene el aura del día único. Al volverse, sus ojos inundan mis barbechos. No, no estamos enamorados. Le pregunto qué es lo que más agradece de estos días. «No sentir rencor por nada ni por nadie», me dice, y me pone tres tejas de sésamo con sus blancos dedos.
En estos días ‒para estos días‒ rebusco en mis bolsillos, colmados de papeles. Ahí está El puente que cruza la luna, el diálogo de Tess Gallagher con su marido muerto, Raymon Carver (1938-1988):
Si me quedo mucho rato junto al río
en noches de luna,
no creáis que mi atención obedece
a lo meramente estético, aunque
eso salve a la luz del día.
Sólo lo que alguna vez llamamos adoración
tiene los pies lo bastante ligeros como para transportar
a los vivos por esa brecha de fulgor.
Y quién dirá que no he cruzado el puente
porque lo haya utilizado como testigo,
para que el agua siguiera siendo agua
y las incongruencias de la luna cartografiaran
la unión de la que estaba segura.

Y es que hoy, a la Camarera, no le importa el extrañamiento.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

China, ese país... en la escritura de Mai Jia

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«Oriente es Oriente y Occidente es Occidente», expresa el dicho popular. Parece que solo por conquista o por colonización aumenta o disminuye el nivel del fluido de cada uno cuando están juntos. O en la literatura. La escritura de la mente matemática de Mai Jia (Jiang Benhu) no desorienta nuestras costumbres lectoras, si bien muestra un singular juego de voces en el desarrollo de El don (traducido en 2014), al que hemos llegado por casualidad.
[El profesor Jan Liseiwichz] delante de sus discípulos, de pie sobre su plataforma, parecía un poeta, o tal vez un general.
[El alumno Rong Jinzhen lograba desconcertarlo, ya que] a menudo los cálculos demuestran ser un método muy torpe para determinar el futuro, porque hacen pasar lo posible por imposible. Con frecuencia, las personas no se comportan con la pulcritud de los números. Pueden hacer que lo imposible se vuelva posible y que la tierra se convierta en cielo, lo que significa que, en realidad, la distancia entre la tierra y el cielo no es insalvable.
Y casi todo parece inmenso por allá. Mai Jia (que ha sido militar) pasa tres años en el Tíbet, durante los cuales lee un único libro. Después, comienza a escribir este Decoded en julio de 1991, en Pekín, y lo termina en agosto de 2002, en Chengdu. «Durante dos años pasé todas mis vacaciones en los trenes del sur de China, recorriendo el país para entrevistar a los cincuenta y un testigos, de edad media o avanzada, que habían presenciado los acontecimientos de esta historia». Después viene el éxito de ventas y, con sus posteriores novelas, supera los cinco millones de ejemplares. ¿Cómo medir algo así, cuando aquí el vender trescientos ya es motivo de notable orgullo?

Jinzhen se casa con Di Li a los tres días de conocerse, pues ella lo ama como ama a su patria. Apenas unos días después, él ya no aparece por casa y vive en un edificio cercano. Pero ella abriga la esperanza de que él albergue amor en algún espacio de su cuerpo. Así, Mai Jia le hace escribir en su libreta un pasaje del Cantar de los Cantares: «Levántate, viento del norte; ven tú también, viento del sur; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas. Venga mi amado al jardín y coma de su dulce fruta».

viernes, 19 de septiembre de 2014

Qué hacer. Rosales

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En un rincón del mirador de casa hay un rosal. No tengo buena mano con él. Me digo que es porque lo compré en el supermercado y no sabe muy bien de estaciones. Tal vez lo aguachino en la creencia de que le viene bien el riego frecuente, pero lo cierto es que cuando la tierra está húmeda, se van secando las hojas hasta quedar completamente apocado. Entonces lo olvido a la espera de que algún día tenga tiempo de vaciar el tiesto en una bolsa y echarlo a un contenedor. Cuando han pasado días y días, incluidos los de espléndido sol, que le dan directamente, en algunas de sus ramas brotan esas pequeñas hojas que me alegran el día al contemplarlas.
Hace tiempo decíamos ‒se decía‒ que la editorial Akal estaba financiada por un partido (para dedicarse a los libros universitarios). Editaba libros que, en tiempos algo complicados, podían contraponerse a los de Rialp o cosas así. En esto que, visitando librerías, se pueden encontrar unos breves textos (de unas sesenta páginas) que hablan de educación, muerte digna, crisis ecológica, memoria histórica, fronteras, educación y otros asuntos de cada día. Tienen su línea, claro, la de la editorial y la de una fundación, pero vienen a recordar obviedades que solemos dejar en el rincón.

Por hoy, dado que esta es una bitácora bibliotecaria, apuntamos la existencia de Qué hacemos para construir un discurso disidente y transformador con aquello que hoy sirve para enmascarar la realidad y transmitir ideología: la literatura. No es que pueda hacerse mucho. La ignorancia sí que transmite. La cultura está en el rincón.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Desde nuestra aldea

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¡Qué artes no se desarrollarán por dinero, qué hazañas no llevarán a cabo los más pusilánimes por una compensación razonable! (Stig Dageman)
La Camarera nos habla de su abuelo Desiderio. De cuando vivía más allá de las montañas del oeste, en una aldea a la que llegaba un autobús dos veces por semana y en el que las veces que tenía que viajar al hospital iba en los asientos del techo entre bultos bien abrigado con la manta de lana comprada por su padre en la feria de mayo. Sin teléfono. Sin agua corriente en las casas. Se alumbraban con una bombilla colocada en el hogar que se encendía en las noches de invierno cuando la abuela Emeteria colocaba la olla trébede en medio de la mesa de la que comía todo el mundo; bombilla de luz temblorosa que podía cambiarse a lo alto de la escalera del piso de las habitaciones.
Trabajaba en la mina a cielo abierto montada con el dinero de una familia del mar ‒se comentaba‒ de las de la Caja y el Montepío. Lo hacía desde niño, como muchos de los que venían de las aldeas colindantes, y allí conoció a la abuela. Estaba aprendiendo a leer cuando ya tenía dos hijas y un hijo. «Todavía conservo ‒nos dice la Camarera‒ un folleto manoseado que él conservaba como oro en paño que le había dado el maestro. Se titula Al pueblo». Es de lo poco que trajeron a esta ciudad de mar después de ser despedido con otros por hacer una huelga en solidaridad con las obreras textiles de unas fábricas que había en los terrenos donde ahora hay unos hoteles, cinco kilómetros más arriba.
Cuando iba a preguntarle a la Camarera si me podía enseñar ese tesoro impreso, entraron en el bar su hija y su hijo con unas banderas. Venían de engrosar una cadena humana para pedir no entiendo bien qué.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

La presa (con sin) esperanza

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Cuando las deidades, mejor dicho, cuando alguna de ellas te coge por la garganta y aprieta hasta que la respiración va apagándose, solo puede librarte de lo exánime que algún mortal cercene el cuello divino y, de paso, una de tus manos, la que la deidad ha puesto por reflejo delante para protegerse del tajo que le viene encima. Entonces ‒si bien la cabeza dorada rueda ya por los suelos‒ odias todo: la traición de quien intenta ahogarte aprovechando la confianza que tenías en su relación; la mirada furiosa de quien viene con la hoz y te amanca; la melancolía que puebla tu ser entero ante el mundo que ya no habitarás; el futuro.
La vida de Kenzaburo Oé (1935) en La presa transcurre, posiblemente, en la isla japonesa de Shikoku, la misma en la que él nace. Su pluma convierte la niebla en una compañía que refresca o entumece, la vegetación en alimento y sombra, el agua en diversión y erotismo. Se sirve del vuelo, de lo que atraviesa el tiempo y el espacio, de lo que pasa. Transforma la caída de lo hermoso en parábola de la existencia.

No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, […] No dejes de creer que las palabras y las poesías / sí pueden cambiar el mundo. / Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. / Somos seres llenos de pasión. / La vida es desierto y oasis. / Nos derriba, nos lastima, / nos enseña, / nos convierte en protagonistas / de nuestra propia historia. Dice parte del poema de W. Whitman (1819-1892) «No te detengas» (en versión de Leandro Wolfson). La interconexión está servida. Imberbe y barbudo.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Depresión con Tristam Shandy

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Desde que la conozco, le vienen épocas de depresión. Más bien diría que la tiene dentro, tranquilamente asentada en un rincón y, de cuando en cuando, le surge ‒la depresión‒. La verdad que no es destructora. Es un estado en el que no desea que exista lo que le rodea, pero no lo odia ni lo menosprecia. Me dice que le resulta, incluso, placentero el alejarse de todo bicho viviente, el olvidarse de resolver asuntos. Se encierra; si es de día, baja la persiana hasta dejar solo visibles las rendijas entre las lamas, corre las cortinas, enciende la lámpara de luz opaca y… se pone a leer.
Inútil que llamen al timbre o que suene el teléfono. No atiende a ello. (Creo que soy la única persona que accede a ella cuando está así, una vez al año más o menos). Se deja caer sobre el amplio olmadón con el libro entre las manos y lo lee sin prisa, dejando que el tiempo corra a su gusto, hasta que los párpados se le van cayendo (en el descuido del infinito) y las manos se le posan en los muslos, resbalando al tiempo la lectura hacia un lado. Entonces duerme sin prisa, dejando que el tiempo corra a su gusto, hasta que los párpados se elevan (en la certeza de lo intemporal) y las manos recogen la lectura llevándola a los ojos.
Cuando se encuentra así, siempre lee lo mismo: Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy. Asegura que solo el descreimiento de un clérigo ‒y llega a decir que su ateísmo‒ es capaz de describir el tiempo de engendramiento de uno mismo y la no existencia posterior durante nueve volúmenes a lo largo de ocho años (1759–1767).

Lo curioso de asunto es que me ha pegado su manía y yo, de vez en cuando, retomo la lectura de la obra de Laurence Sterne (1713-1768), que es lo que he estado haciendo este verano en los escasos momentos que deja la vida en el pueblo para estos menesteres de la letra muerta.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Agua de la vida

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El agua quedaba lejos. Había que coger una caballería y desplazarse medio kilómetro hasta llegar al pozo, convertido en fuente con la ayuda de una bomba que había que maniobrar y cargar después de que se ahogara la Dominica al intentar llenar un cántaro. Era joven, tenía veintiún años, no sabía nadar (al igual que nadie en el pueblo). A su padre lo recuerdo siempre con el brazalete negro en la manga de la chaqueta.
Los chicos teníamos nuestros quehaceres y uno de ellos era ir a por agua o guardar el turno hasta que venía nuestro padre las veces en que se llenaban los cántaros hasta arriba y se ponían las aguaderas grandes. Además de ello, había que ayudar a nuestra madre a llevar los trastos de lavar ‒estregadera y jabón‒ al lavadero y volver a tal hora para recogerlos, mientras otra de las mujeres que había por allí le ayudaba a levantar el balde encima del rollo de tela que se ponía en la cabeza. Y qué decir de los ratos que teníamos que pasar recogiendo palitroques debajo del bardal en el corral para encender el hogar, además de echar, de paso, a las gallinas. Por no hablar de que en el frontón podía llamarte un hombre y mandarte al estanco a por caldo y librillo; o una mujer se asomaba cuando ibas por la calle y te encargaba un aviso en la otra parte del pueblo o un recado a la tienda.
Las aventuras del día estaban engarzadas con la vida, devenidas en travesuras en muchas ocasiones. Aquella vez fue en el pozo ancho, que estaban limpiando, pues se decía que por debajo de allí pasaba un brazo de mar, y desde lo de la Dominica los Ayuntamientos estaban empeñados en encontrar un buen manantial para llevar el agua hasta el pueblo. A nosotros nos tenían prohibido asomarnos a él, construido su brocal apenas por una endeble valla de maderos, pero en aquella ocasión nos necesitaban. Así que, a los más enclenques, nos ataban de una soga por unas camisas que nos ponían y nos bajaban para que llenáramos un caldero con la broza que había al fondo del pozo. Íbamos de dos en dos. A mí me tocaba con el Gabriel.

En una de estas, comenzamos a remover el cenaco con la pequeña azada y fuimos notando que se abombaba como las magdalenas en el horno de leña de la tía Pilar al que íbamos a comer los mocos que nos regalaba, mientras el barrillo nos iba cubriendo los pies con suavidad placentera. De repente, aquello se abrió y brotó un chorro de agua y fango que salió despedido por la boca del pozo dejándonos en los infiernos. Los dos fornidos mozos que nos sujetaban, repuestos del susto, comenzaron a tirar de las cuerdas, ayudados por los curiosos que andaban por allí, apareciendo entre el agua dos peleles sin resuello, penitentes salidos de una larga cuaresma. Fue más el susto que otra cosa. Hasta ese momento nos habíamos ganado tres pesetas por los calderos llenados, pero alguien ‒no recuerdo bien quién‒ dijo: «Anda, dales dos duros, aunque también van a cobrar en casa».