Algunos días, la Camarera, los
vive igual que si fueran los únicos de su vida. Dice que los presiente al
despertar. Entonces se levanta, abre el balcón y no se encuentra con
preocupaciones. No importa que las golondrinas ‒hace ya un tiempo‒ hayan volado
hacia el sur o que, al ir camino del trabajo, vea que han podado hasta los
huesos al sauce más hermoso de la rivera. Nada de recuerdos que alteren su
jornada. Yo lo veo al entrar en el café aunque esté vuelta de espaldas. Su
cuerpo tiene el aura del día único. Al volverse, sus ojos inundan mis
barbechos. No, no estamos enamorados. Le pregunto qué es lo que más agradece de
estos días. «No sentir rencor por nada ni por nadie», me dice, y me pone tres
tejas de sésamo con sus blancos dedos.
En estos días ‒para estos días‒
rebusco en mis bolsillos, colmados de papeles. Ahí está El puente que cruza la luna, el diálogo de Tess Gallagher con su
marido muerto, Raymon Carver (1938-1988):
Si me quedo mucho rato junto al río
en noches de luna,
no creáis que mi atención obedece
a lo meramente estético, aunque
eso salve a la luz del día.
Sólo lo que alguna vez llamamos adoración
tiene los pies lo bastante ligeros como para transportar
a los vivos por esa brecha de fulgor.
Y quién dirá que no he cruzado el puente
porque lo haya utilizado como testigo,
para que el agua siguiera siendo agua
y las incongruencias de la luna cartografiaran
la unión de la que estaba
segura.
Y es que hoy, a la Camarera, no
le importa el extrañamiento.