lunes, 26 de septiembre de 2016

Esperanza (sin optimismo)

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La esperanza fluye eterna en el pecho humano;el hombre nunca es, pero siempre espera ser dichoso
No hay quien se dedique a la filosofía, ensayo o psicología –a teorizar, claro–, que no se ocupe de la esperanza. Ya las obras literarias de la antigua Grecia la contemplan y, por lo general, la tienen como una calamidad, lo que recoge una parte del pensamiento moderno. Si Platón considera que puede extraviarnos o Eurípides la tiene por maldición para la humanidad, Tomás de Aquino señala que abunda en los jóvenes, los borrachos y los locos incapaces de razonar, y Byron la considera una prostituta demacrada. Será, pues, una agradable compañía, pero deficiente consejera; una delicia con la capacidad de inocularnos la amnesia suficiente como para olvidar la frustración y vacuidad que nos deja, proceso al que denominamos existencia humana.
Falsedad fecunda. Tan distinta del deseo. Tan distina de la convicción, de la fe («un creyente es alguien que está enamorado», escribe Kierkegard). Tan distinta del optimismo (una forma de fatalismo, en la misma medida que el pesimismo). Conlleva ambigüedad: un objeto en el horizonte (ya conocemos la definición de Paul Ricoeur, «esperanza es la pasión por lo posible»); una dosis de autoengaño, impulsora de tantas acciones en nuestras vidas, a las cuales sustenta como si estuvieran en la realidad. Lo único que hay cierto es su existencia. El resto se confía a lo que llegue, a lo que traigan los días, en notable medida porque participa de la creencia paulina de que la esperanza «penetra más allá del velo».
Terry Eagleton en el recomendable Esperanza sin optimismo (2016) clama contra la construcción a la que nos somete la industria del pensamiento al sustituir el témino esperanza por el de optimismo, dejándonos en manos de la ingenuidad, la jovialidad, el idealismo o la adhesión a la doctrina del progreso (a lo que contribuyen las teorías de autoayuda y el actual cristianismo). Y propone la esperanza surgida de la reflexión y el compromiso, surgida de la racionalidad, cultivada mediante la práctica y la autodisciplina, que reconoce el fracaso y la derrota pero se niega a capitular ante ellos.
¿Es posible la esperanza? ¿O solo es nostalgia del pasado? Karl Kraus escribe que «el mundo es simplemente una senda errónea, tortuosa, desviada de vuelta al paraíso». Aquí, no obstante, continuamos escribiendo

martes, 20 de septiembre de 2016

Umbrales (cambios en los caminos)

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¿Cómo olvidar esa mañana
en que asaltaron mi pecho
las mariposas?
Aunque no sea muy frecuente, sí que es posible toparse con textos literarios que son concebidos en un estado especial. Pareciera que las autoras o autores fueran tocadas por alguna musa que transportara a su hacedor a espacios desconocidos hasta entonces y que le dictara las palabras a escribir, o bien que despertara una facultad creadora inusual en ellas/os, que les lleva a elaborar obras de un tirón.
Es el caso de Alma, de Manuel Machado (¡Que las olas me traigan y las olas me lleven, / y que jamás me obliguen el camino a elegir!), o de El guardador de rebaños, de Alberto Caeiro, es decir, Fernando Pessoa, en lo que se tiene por uno de los momentos de gracia de la poesía (Yo nunca guardé rebaños / pero es como si los guardara). Y lo mismo le sucedió a Claribel Alegría (1924) con Umbrales, el libro al que le pertenecen los versos que inician esta anotación.
Claribel estaba muy unida a su marido, el escritor y periodista Darwin J. Flakoll, Bud, incluso firmaban colaboraciones como Claribud. En una época en la que este se recuperaba de una enfermedad, en 1992 ‒él muere tres años más tarde‒, Claribel siente una alucinación al entrar la noche y comienza a dictar el largo poema de Umbrales, en el que suceden los cambios que desgarran nuestra vida. Durante unas horas habla los poemas y Bud los va transcribiendo. El resultado es un libro duro y entrañable, en el que logra su pretensión literaria: ser transparente sin resultar banal.
Aquí está su compromiso con lo que le rodea (Vallejo, España, Hiroshima, El Mozote, Tenancingo, etc.) y su mundo mítico (Deirdre, Lilith, Kukulkán), incluido Merlín, que extrayendo de la manga su varita
dibujó en el polvo
un pajarito renco.
«Es como tú»
me dijo
«si aprendes a volar
vas a morir mejor»

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Caligrafías en la mañana (Arquitectura)

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Las golondrinas se han marchado y las garzas, de camino, mojan sus patas en el Arlanzón. La furiosa lluvia de la tormenta ha lavado las hojas de los árboles, todavía con los milanos de julio, y ha dejado regueros de paja en las sendas de El Parral. ‒«Poco a poco me enamoré de ti», canta el picapedrero de la tapia‒. En la rotonda de los tilos, la compañía ambulante está montando la carpa, algo sorprendida por esta fría mañana. Al abrir la ventana de la sala de lectura, se agradece el saludo del gallo. Hay que encender el ordenador.
Múltiples segmentos de día, pues. La mañana se asemeja a los variados  volúmenes arquitectónicos asimétricos que confluyen en una unidad reconocible, en lo que puede llamarse poética de la arquitectura. Así en Resonancias orientales en la obra de Juan Navarro Baldeweg (2014), de Ramón Rodríguez Llera se aprecian sus geometrías desplegadas en la naturaleza conformando una topografía singular, en la que no faltan las atalayas interiores desde las que otear el panorama exterior, cromadas las superficies por luces que buscan su puesto. Caligrafías constructivas.
Hiroshige (1797-1858), maestro pintor del mundo flotante, vuelve en las creaciones pictóricas y arquitectónicas de Baldeweg (1939). Los paisajes del ukiyoe, los kimonos orlados, la delicadeza del grabado xilográfico, que interpreta la naturaleza a través de la madera, llenando los objetos de matices, en el que siempre está el ser humano presente. (Conocida es la influencia de este artista sobre el impresionismo y el modernismo occidental a través del japonismo).

L’Empire des Signes (1970), de Barthes, puede ser una de las obras más lúcidas sobre la cultura japonesa. El autor occidental afirma la incapacidad nuestra de comprender lo oriental. En todo caso, lo único que nos es dado percibir es «un imperio de los signos que proporciona una emocionante desorientación mental».

jueves, 8 de septiembre de 2016

Yelena. Servidumbre de la gleba

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Se dice que la serie Relatos de un cazador, iniciada por Turguénev en 1847 en la revista El Contemporáneo, influyó en la decisión del zar de Rusia Alejandro II de emancipar a los siervos de la gleba (lo que sucede en 1861, en lo que tuvo que ver algo la industrialización pendiente). Es demasiado hermoso como para no prestarle nuestros oídos. La literatura influyendo en la sociedad de esa forma es algo que no se nos ha dado conocer. La gleba, la tierra cultivada, el terrón levantado ligaba a estas fincas a quienes trabajaban en ella ‒descendientes de los primitivos abrigados altomedievales y, hacia atrás, de la esclavitud‒, impidiendo su emigración, para salvaguardar los intereses de la aristocracia terrateniente.
No es que Iván S.(erguéyevich) Turguénev (1818-1883) fuera un revolucionario, pero había estudiado en Europa, empapándose de liberalismo y, además, poseía el don del realismo descriptivo, por lo que su obra reflejaba la dura situación de lo que veía.
Leo ahora En vísperas, su tercera novela, de 1860, y me complace saborear la figura de Yelena, protagonista de este relato, que «a veces no se comprendía; incluso se temía»; que, observando la miseria de su alrededor, se conmovía y «la angustia de su alma agitada se ponía de manifiesto en su calma externa»; que no disminuían sus exigencias ante nadie, «incluso en sus oraciones más de una vez incluía algún reproche»; que no guardaba la sumisión que se le suponía, ya que «se había criado de un modo extraño: al principio adoraba a su padre, después se encariñó apasionadamente de su madre y, más tarde, se enfrió con ambos». Era alta, tenía el rostro pálido y moreno, ojos grandes y grises rodeados de pecas diminutas bajo… «En todo su ser, en la expresión de su cara, atenta y un poco temerosa, en su mirada clara pero cambiante…».

Hubo críticos que saludaron la salida de la novela, señalando que Yelena era esa joven Rusia que estaba por llegar. Literatura rusa del diecinueve.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Rastrojos de fuego en Castilruiz

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Deambulo en el arrebol de las tardes por los caminos de Castilruiz en estos días del pasado agosto. Las golondrinas llegan hasta los rastrojos y sobrevuelan a lo largo de los riachuelos que se forman en el barranco y en el abrevadero de las ovejas para beber, pues la balsa se ha secado este verano, seguramente porque los arcaduces se han deteriorado en algún tramo subterráneo desde el manantial. Por la carretera se ven grupos de mujeres andando ligeras, atendiendo al consejo médico de cuidar el colesterol.
En el bolsillo llevo la historia de Adama, la adolescente que, acompañando a dos de sus amigas, han provocado fuego en uno de los edificios del extrarradio en el que vive, por una de esas circunstancias banales que suelen aparecer en la vida de quienes no tienen fácil la supervivencia. Vino al continente con su padre, recién nacida, escapando de una masacre y ha quedado encerrada en un negro futuro. Su padre, paciente luchador, sabe que muere con ella, ahora sí abocado hacia el cementerio de su alma.
Fuego por fuego es el libro que más huella me ha dejado de los leídos en este verano. Su autora, Carole Zalberg (París, 1964), ha construido dos voces que, «transformadas por una energía al filo de la navaja, expresan el abismo que las separa». Una redacción concisa, un estilo preciso, un modo que busca sorprender, sacarnos del placer de la lectura, sumiéndonos en eso.
Dichoso septiembre.