«… aunque no hay espíritu
que medre con novelas. El placer que acaso puedan ofrecernos se paga muy caro:
acaban por erosionar el carácter más firme. Aprendemos a identificarnos con
todo tipo de personas. Le cogemos el gusto a ese vaivén continuo y nos diluimos
en los personajes que nos gustan. Cualquier punto de vista nos resulta
concebible. Nos lanzamos con fruición tras objetivos ajenos y perdemos de vista
los nuestros. Las novelas son cuñas que el escritor, ese histrión de la pluma,
va clavando en la hermética personalidad de sus lectores. Cuanto mejor calcule
la capacidad de penetración de la cuña y la resistencia por vencer, más
escindida dejará a su víctima. El Estado debería prohibir las novelas».
Es uno de los párrafos de Auto de fe, esa novela abundante que
Elías Canetti (1905-1994) elaboró, salido de la juventud, a los 26 años, en
Viena, después de haberse licenciado en Química. Procedía de una familia
sefardí de apellido Cañete, y el ladino fue su lengua infantil (según narra en
la autobiografía liminal La lengua
absuelta). El pasaje aludido es uno de los monólogos de Peter Klein, el
hombre-libro, inadaptado social hasta límites cervantinos, que raya los límites
de la locura, cercano al Mendel de Zweig o el Baterbly de Melville. Para su
autor, era uno de los siete personajes con los que pretendía realizar un
retrato de la comedia humana de la locura, al que acompañarían un fanático
religioso, un soñador técnico que sólo vivía haciendo planes cósmicos, un
coleccionista, un poseído por la verdad, un despilfarrador y un enemigo de la
muerte.
En 1934, Canetti se casa con
la escritora sefardí Venetiana (Veza) Täubner-Calderón. Escritor de su tiempo,
pensador, Premio Nobel en 1981, sus diarios se publicarán en 2024 (según
dispuso en su testamento).
Auto de fe es parte de lo que un amante de las letras ─no
un letraherido─ puede pedir.