martes, 26 de septiembre de 2017

Destierros. Migrantes

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Son muy numerosos los casos de exilio y destierro relatados en la literatura provenientes de situaciones políticas y sociales. Claudio Guillén (1994-2007), con la elegancia y sagacidad que le caracteriza, se ocupa de algunos de ellos en El sol de los desterrados: literatura y exilio (1995), y destaca dos elementos que se hayan presentes en la mayoría de estas situaciones: la contemplación del sol y los astros les lleva a aprender a compartir un destino común; y, por contra, se produce una pérdida, un empobrecimiento, un desangrarse en una parte de sí misma a la persona trasterrada, que la descoloca a la hora de participar en lo común.
Diógenes el Cínico, desterrado de Sinope (que le afeó a Alejandro Magno el que le tapara el sol), le sirve al autor para iniciar el estudio del ostracismo – escrito en ostraka– en la antigüedad griega, desde la que pasar al inevitable Ovidio, latino, tan opuesto en su postura al anterior, pues no se descabalga en su poesía de la aflicción, la nostalgia y la lamentación; bien es cierto que es enviado al orbis ultimun, cerca de la desembocadura del Danubio, donde no conoce ni la lengua –de ahí su Tristia–. Y no deja de lado a China, que ya cuenta con imperio desde el siglo II a.n.e., en la que la condición de político y literato es indisoluble, por lo que la caída en desgracia administrativa conlleva el destierro a provincias más o menos lejanas, desde las que expresar «la tristeza, el desconsuelo, la espera impaciente de la rehabilitación y del regreso». Por ahora, paramos aquí este libro, en el que no falta Dante, las diásporas o el destiempo.
Más cercana lanza la mirada (y las palabras) Andrés Sorel cuando escribe Las voces del Estrecho (2016, ya editada en 2000). El segoviano no duda en calificar de genocidio todo este migrar, y en tantos casos, morir de quienes huyen de su tierra en busca de una vida en la que contar con posibilidades de existencia digna. A quienes vemos las imágenes en los medios de información, amantes de la literatura, sin que actuemos al respecto, tampoco duda en calificarnos de «melancólicos extranjeros», emulando el verso de Jorge Guillén al referirse a los paseantes de los cementerios, «última tierra en el destierro». Centrando la polémica pública en interminables debates inútiles. Pero... somos de aquí.
El Estrecho ya no es solamente un lugar, es una metáfora, un paso, un dragón, un muro; sus orillas definen dos tipos de vida; huida, comida; en el centro, tumba.

[Salud. A la espera de que la Vida conceda visión (y no visiones) a quienes gobiernan la res publica].

martes, 19 de septiembre de 2017

Un amor imposible (para Christine Angot)

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Recurrir a experiencias personales para tramar una obra de ficción es algo muy común, según sabemos. En la que ahora nos ocupa, el nombre de la protagonista coincide con el de la autora, Chistine Angot (1959, incluso en su primitivo apellido, el materno, Schwartz, antes de que su padre la reconociera legalmente). Es de suponer que la urdimbre también guarda parecido con la vida de quien escribe la novela, en cuyo caso supone un relato vívido, una expresión (a veces descarnada) de las relaciones con su madre, con el fondo del padre Guadiana, que la lleva a contactos incestuosas en la adolescencia.
Un amor imposible (2017) puede impactar. Y más pensando en que tiene base concreta en una persona que nos lo está contando. Poco hay que esforzarse para imaginar la base real de estas situaciones. Sucedidas en nuestro entorno de forma más frecuente de lo que suponemos quienes no estamos sometidos a esas existencias. Ya se había referido la autora a estos hechos en El incesto (1999) y en Una semana de vacaciones (2012), ambas obras polémicas, y ahora se centra más en la convivencia que mantiene con su madre, en donde pasa por la admiración, el rechazo y la reconciliación. (C. Angot no se corta demasiado; incluso, ha sido denunciada [y condenada] por airear la vida privada de personas de su entorno).
No puede decirse que disponga de una literatura brillante. Digamos que es práctica. Es opinión común que no llega al estilismo de la que puede ser considerada su maestra en el escribir: Annie Ernaux (1940). Pero Un amor imposible -el de su madre y su padre, de clase social diferente- va ganando en complejidad según avanzan las páginas. Y, al final, seguramente agradeces el haberlo leído.
[Salud. A la espera de que la vida disuelva los caprichos de quienes gobiernan la res publica].

martes, 12 de septiembre de 2017

Amistad antes de la muerte

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La pintora Paula Becker (1876-1907) muere después de dar a luz, tras una hemorragia, y al expirar susurra «¡Qué lástima». La convención literaria nos ha legado un poema de Rilke como muestra de amistad con la fallecida, un hermoso requiem for a friend («Tengo muertos y los dejé partir / […] tan solo tú regresas, / me rozas, me rondas, quieres topar con algo / que a ti suene y te delate».)
Pero Adrienne Rich (1929), escritora y poeta (acostumbrada a «oir y escuchar a los demás, guardando dentro de mí el lenguaje de experiencias distintas a las mías […] he sido transformada, mi poesía ha ido transformándose, en este proceso sin fin»), reescribe los hechos (al igual que otras hacen con la mujer ideal de Becker o la paciente espera de Penélope). Para ella, la amistad, profunda amistad, de Paula se daba con la mujer de Rilke, Clara Westhoff (1878-1954). Ambas se conocen en Worpswede, colonia de artistas cercana a Bremen, en el verano de 1899; después viven en París el primer medio año de 1900, tiempo en que Clara asiste a clases de escultura con Rodin –«¡Qué bien trabajábamos juntas!»–; en el verano vuelven a Alemania; en 1901 es cuando Clara y Rilke se casan y, poco después, Paula lo hace con el también pintor Otto Modersohn (1865-1943).
A. Rich escribe entre 1975 y 1976 Paula Becker a Clara Westhoff, un poema, simulando el tiempo del embarazo y el sueño de su muerte –«No quería este hijo. / Eres la única persona a la que se lo he dicho […] Siento que avanzo / con paciencia, e impaciencia, dentro / de mi soledad […] Sé y no sé bien / lo que busco»–. Habla de las relaciones entre las dos mujeres y el poeta, del que Paula está celosa por separarla de Clara, razón por la que la primera también se casa, pero «el matrimonio es más solitario que la soledad». Termina recordándole sus primitivas conversaciones y propósitos, fundamentados en su ser de mujeres, «nuestra vieja promesa de no sentirnos culpables», en la lucha por la verdad.
[Salud. Nos van hurtando la alegría de ser de una tierra a cambio del deber de pertenecer a una (o dos) estrecha(s) nación(es)].
[Las pinturas corresponden a Clara Westhoft y Autorretrato a las camelias de Paula].

martes, 5 de septiembre de 2017

La reina de los Apaches

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La primera vez que oi el término apache aplicado fuera del contexto que conocía, el indio, me dejó algo descolocado, pero no pregunté lo que significaba por no quedar en entredicho, pues se suponía que tenía que estar al tanto de ello. Pasados unos años volví a leerlo en las memorias de un exiliado español de la Semana Trágica (1909) a Francia cuando narra que viajaba en tren sin billete y, una vez pillado, le acusan de apache. Es así que me puse manos a la obra y quedó desechada mi ignorancia en este punto, lo cual me ha permitido entender el porqué del nombre dado a un servidor de internet llamado Apache, pues la red de redes tiene mucho de libertad en su construcción desde sus orígenes –la contracultura estadounidense de los setenta la toma como cauce, sin controles, para comunicarse– y ello queda patente en muchas de sus denominaciones.
Viene a cuenta lo anterior porque acaban de traducir (2017) las Mémoires de Casque d’Or, bajo el título Los apaches de París. Hacía tiempo que no me divertía tanto con un libro. Fueron escritas en su momento por Amélie Élie (1878-1933), llamada la Reina de los apaches por haber sido compañera amante de varios de los líderes de las cuadrillas de jóvenes que campaban por sus respetos en el París de finales del siglo XIX y principios del XX –«Si vas a París, papá, / cuidado con los apaches…»–, las cuales solían buscar refugio en los depauperados barrios obreros.
Las publicó seriadas el periódico Fin di Siècle en 1902. A pesar de que el texto pasó por el tamiz del periodista Henri Frémont, conserva la frescura de alguien que vivía la vida según le venía y de alguien que tenía inteligencia natural y valentía para moverse en ámbitos tan intensos como peligrosos y cambiantes. Quienes amen el cine, posiblemente conozcan la Casque d’Or de Jacques Becker, con Simone Signoret, en la que se puede apreciar ese casco de cabello rubio que la coronaba.
[Salud. Nos van hurtando la alegría de ser de una tierra a cambio del deber de pertenecer a una (o dos) estrecha(s) nación(es)].