viernes, 27 de enero de 2012
¿Sirve para algo la lectura?
Aunque nos resulte extraño, es esta una pregunta que se ha planteado a lo largo de la historia y que ha tenido respuestas dispares, siendo algunas de ellas negadoras de los beneficios de la lectura. Bien es cierto que parten de la idea de que existe un ser o naturaleza suprema que ya se encarga, por sí, de que nazcamos con los conocimientos que necesitamos para vivir satisfactoriamente en nuestro peregrinar terrestre. Y, en el caso de que nos empecinemos en anadar por los caminos de ciencia, dejaremos de escuchar su voz.
Si echamos una ojeada al Diccionario histórico de las heregias, errores y cismas ó Memorias…, de François A. A. Pluquet (traducido y publicado en 1792 en Madrid), vemos que entre los grupos que defendían la ignorancia los Cornificianos, en el siglo XII, seguidores de un personaje al que se le tilda de oscuro: Cornificio (detractor de Virgilio), poeta algo mediocre, al que el genio lombardo no se molestaba en replicar (pues se decía de él que la envidia no se posaba en su corazón). Pedro Abelardo, al que atacaron por sus pretensiones de celebridad, mantuvo con ellos enconadas diatribas, estableciendo el principio de que no hay conocimiento que no sea útil y bueno en sí mismo para la Filosofía y Teología cuando se ama la verdad. También disputó con ellos Juan de Salisbury, fino escritor en latín, plasmándolas en el Metalogicon.
Igualmente, se hallaban en este lado los llamados Abecedarios, del siglo XVI, rama de anabaptistas cuyo nombre se les asignó al sostener que ni aun las letras de alfabeto había que saber si se desea alcanzar la salvación; su principal figura fue Stork, discípulo de Lutero, y uno de sus más conocidos practicantes fue Carlostadio, que renunció a la universidad y a su título de doctor para hacerse mozo de esquina, tomando el nombre de hermano Andrés.
¿Servirá para algo útil el madrugar (para prestar libros)?
lunes, 23 de enero de 2012
Cuesta de enero
«La Bibliotecaria devolvió la tarjeta de la biblioteca a la sonriente mujer que se inclinaba en el mostrador. “Ya tienes la sesión abierta, Mmemba, es el ordenador número cuatro. ¿Tu amiga quiere otra?”. “No, no, gracias. Vamos juntas”. Mmemba recogió la tarjeta, se volvió hacia la mujer que estaba detrás de ella, sujetando su espalda, y le habló en francés. Era bastante más joven que ella y, posiblemente, también fuera de Senegal. Las dos caminaron hacia los puestos de la pared del fondo, ligeras, como nubes en el cielo de un amanecer de verano, ya inmersas en la tibieza que el sol expande en la primera hora.
»Sin papeles, pensó la Bibliotecaria. Apenas hacía dos días que se había incorporado a la biblioteca el libro Las cazas del hombre. El ser humano como presa de la Grecia de Aristóteles a la Italia de Berlusconi, de Grégoire Chamayou (Errata Naturae Ediciones. Colección La muchacha de las dos cabezas. 2012), en traducción de María Lomeña. La historia de la violencia desde el Poder opresor –distinta de la de humanos contra humanos− requiere la previa división entre cazadores y presas, asignándole a cada cual distinto grado de humanidad. Es lo que venimos haciendo, desde antiguo, con la persecución de esclavos fugitivos, pasando después por gente de raza negra, india, por exiliados, judíos y, en la actualidad, por sin papeles.
»La Bibliotecaria estampó el sello en la portada del libro y en dos páginas interiores aleatorias; después le colocó el antihurto. “Tal vez, sea lo que ha hecho el capitalismo con la gente pobre”, se le ocurrió».
miércoles, 18 de enero de 2012
Hadas animantes
¡Sorprendentes los textos de Bogdanovitch! Diario, cartas, informes… remiten a la paulatina configuración de un estado mental en el que se confunden realidad y ficción. Apenas dos meses antes de que estallara la primera guerra mundial, Aleksandr Bogdanovitch (1876-1915) llega al bosque de Broceliande, en la Bretaña francesa, en la segunda mitad de mayo. Iba comisionado por Rasputín, en calidad de científico del Gabinete de Ciencias Ocultas, para montar allí un campamento donde investigar la elaboración de un elixir de la inmortalidad.
Aleksandr había contraído matrimonio en 1900 con la bailarina Irina Gruchetski y, en 1904, habían tenido a Elena. El lugar contaba con numerosas leyendas que le atribuían la existencia de duendes y criaturas portentosas. Se instaló en el recóndito pueblo de Paimport, contactando de inmediato con Léopoldine, arisca y enigmática curandera del lugar, conocedora de parajes y plantas. No sin hacerse rogar, fue dándole indicaciones al distinguido forastero, que cada día iba adentrándose más en la espesura al encuentro con gencianas, cicutas, asfódelos, pilularias, eriophorias…, analizando flores, hojas, rizomas…
Escribe el 5 de julio de 1914: Me tiemblan las manos ¡He hecho un descubrimiento increíble! […] Al estudiar hoy una plantación de aruma, he visto una criatura del tamaño de una cabeza de alfiler escondida al fondo de la flor tubular […] ¿Tal vez la legendaria eficacia de la flora de Broceliande se debe a estos pequeños seres? Y el 25 de mayo de 1915, con una asfódela: Los seres que habitan en ella son tan asustadizos que he tenido que hacerlos salir con humo […] Me ha conmovido la mirada que han puesto cuando me he acercado a ellos. Y continúa, con el eléboro: Estoy seguro de que esos seres no son solo animales; tienen capacidad de reflexión.
Aleksandr, con estas presencias, dejó de escribirle a Irina; se fue aficionando al chouchen (licor local); descuidó su aspecto. El 5 de septiembre de 1915 desapareció su cuerpo, quedando su ajada ropa junto al lago de las hadas. Las numerosas batidas realizadas en la zona no consiguieron dar con él. Es más, en una de ellas, un año después, desaparecieron Irina y Elena.
[Sobre ello se ha publicado el precioso libro-álbum El herbario de las hadas (Edelvives, 2011) por Sébastien Perez y Benjamin Lacombe, con ilustraciones de este último, que aquí mostramos].
Aleksandr había contraído matrimonio en 1900 con la bailarina Irina Gruchetski y, en 1904, habían tenido a Elena. El lugar contaba con numerosas leyendas que le atribuían la existencia de duendes y criaturas portentosas. Se instaló en el recóndito pueblo de Paimport, contactando de inmediato con Léopoldine, arisca y enigmática curandera del lugar, conocedora de parajes y plantas. No sin hacerse rogar, fue dándole indicaciones al distinguido forastero, que cada día iba adentrándose más en la espesura al encuentro con gencianas, cicutas, asfódelos, pilularias, eriophorias…, analizando flores, hojas, rizomas…
Escribe el 5 de julio de 1914: Me tiemblan las manos ¡He hecho un descubrimiento increíble! […] Al estudiar hoy una plantación de aruma, he visto una criatura del tamaño de una cabeza de alfiler escondida al fondo de la flor tubular […] ¿Tal vez la legendaria eficacia de la flora de Broceliande se debe a estos pequeños seres? Y el 25 de mayo de 1915, con una asfódela: Los seres que habitan en ella son tan asustadizos que he tenido que hacerlos salir con humo […] Me ha conmovido la mirada que han puesto cuando me he acercado a ellos. Y continúa, con el eléboro: Estoy seguro de que esos seres no son solo animales; tienen capacidad de reflexión.
Aleksandr, con estas presencias, dejó de escribirle a Irina; se fue aficionando al chouchen (licor local); descuidó su aspecto. El 5 de septiembre de 1915 desapareció su cuerpo, quedando su ajada ropa junto al lago de las hadas. Las numerosas batidas realizadas en la zona no consiguieron dar con él. Es más, en una de ellas, un año después, desaparecieron Irina y Elena.
[Sobre ello se ha publicado el precioso libro-álbum El herbario de las hadas (Edelvives, 2011) por Sébastien Perez y Benjamin Lacombe, con ilustraciones de este último, que aquí mostramos].
jueves, 12 de enero de 2012
Monodias en el título. Incipit
Omniun expetendorum prima est sapientia, in qua perfecti boni forma consistit [De todas las cosas que se han de buscar, la primera es la sabiduría, donde reside la forma del bien perfecto]. De semejante manera, tan evocadora de Boecio (480-525), comienza el Didascalion –Arte de la lectura–, de Hugo de San Víctor (1096-1141), escrito hacia 1128, enraizado en la tradición agustiniana. Según sabemos, los manuscritos medievales no tienen título (por lo general) y son citados por las primeras palabras de su texto, lo que llamamos el Incipit (complementadas con las últimas, Explicit). Es decir, no se les asigna una palabra clave o expresión –el título−, que resumiría (supuestamente) la obra, sino que es un monocorde de una pieza musical por la que cualquier intérprete avezado la reconoce.
Los notas primeras de esta obra no solo nos remontan a Agustín de Hipona (354-430) o Boecio, sino que evocan al mismísimo Terencio Varrón (116-27 a.n.e.), bibliotecario de César y de Augusto, autor de la primera gramática normativa del latín (pero al que el vulgo conocemos como el primero en nombrar la mortadela), que definiera el aprendizaje como búsqueda de la sabiduría. Porque la sabiduría a la que se refieren no es algo, sino alguien. Una realidad que salvará al mundo de su decaimiento. Y para acercar esta emancipación hay que aplicar remedios, entre los que se encuentra la Lectura, concebida así como técnica curativa (de carácter ontológico, para Hugo).
En fin, no nos extendemos más; quien lo desee, puede embeberse la obra de Iván Illich, En el viñedo del texto (Fondo de Cultura Económica, 2002), hermosa e ilustrada disertación sobre el místico medieval francés, del que escribe Ghellinck: «El estilo de Hugo es de una energía delicada con un discreto fervor que le permite representar el funcionamiento interno del alma [scruter les états d’âme]».
viernes, 6 de enero de 2012
Felicidad (clandestina)
Hablábamos hace unos días de la similitud entre Lilith (mujer primigenia del mito judío) y Clarice Lispector (1920-1977), apuntando los angustiados personajes que crea la escritora en sus relatos literarios y las angustiosas expresiones que pueblan los mismos. En concreto, nos referíamos a La pasión según G.H., aunque igualmente pueden verse en Cerca del corazón salvaje, La imitación de la rosa o La hora de la estrella. Entrarían dentro de lo que ha dado en llamarse el «no-estilo».
No obstante, Clarice es escritora de variadas claves. Y, si no, que se lo digan a la Bibliotecaria, que desde hace tiempo tiene el cuento Felicidad clandestina (1971) como uno de sus textos preferidos. Nunca se cansa de escucharlo. Cada vez que leo en alto (y sucede con frecuencia, pues ella es bastante vaga para eso; le encanta abandonarse, entornar los ojos y escuchar plácidamente), siempre acaba pidiéndome Felicidad clandestina. Recuerda a una niña que escuchara Ricitos de oro y los tres ositos, que noche tras noche utiliza sus palabras para ir cerrando los ojos, a cubierto por el embozo.
martes, 3 de enero de 2012
Anillo de derrota
«La Bibliotecaria comenzó el año con una derrota. Atenta al dolor, envió un mensaje a las dos personas cercanas que habían perdido a un ser querido durante los meses pasados: Deseo que, en las heladas noches, tu dolor no sea tan inmenso como su valía (emulando en el texto, confusamente, palabras propias con alguna escena de Macbeth). Poco más daba de sí esta mañana primera del año, pues en las llanuras de fuera y en las de adentro se había suspendido la vida, paliada en todo caso por el tibio sol que estaba aguando la escarcha en los sembrados. El sendero era recorrido por tres hileras de hierba seca, que tenían a su vera una estrecha línea blanca, allí donde permanecía la sombra.
»Se sentó en un mojón y depositó en la tierra El gato de Schrödinger en el árbol de Mandelbrot, de Ernst P. Fischer (Ed. Crítica, 2008), que había llevado de compañía. Tomó su anillo y lo colocó en el centro de la palma de la mano izquierda. Ese día necesitaba el Uroboros para entrar en la posibilidad, en ese tercer estado entre la realidad objetiva y la percepción subjetiva, que no existe hasta que no das con él, en el que se disuelven y resuelven los asuntos complicados. Se concentró.
»No recuerda el tiempo que permaneció así. El sonido lejano de las campanas la volvió. El viento soplaba con fuerza. Se abrigó. Al parecer, nada había sucedido en el duermevela, las aguas no habían dejado ninguna canastilla en la orilla. En la palma de la mano, ahora algo dolorida, quedaba la silueta de un círculo caliente. Añoró la dicha de los sueños de Kekulé (1829-1896).»
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