
Ahora, paseando por la vega que se extiende al noroeste del Moncayo, se me aparecen los paisajes londinenses de la Gran Helada, en la que los gestos se paralizaron por unos días. Al tiempo que baja corriendo un muchacho con pasamontañas, con la cartera escolar debajo del brazo y sabañones en los dedos de las manos. El tiempo a nuestro antojo en las páginas de un libro o en la memoria. Y aquí, en el barbecho coloreado del mediodía, junto al incipiente verde del trigo temprano, releo los versos de Leopold Staff (incluidos en Ébano, de Kapuscinski):
Con el sol de la mañana centellea el prado
y las hojas susurran melodías soberbias,
el silencio acaricia la esbeltez de cada árbol,
suaves soplos de aire mecen briznas de hierba.
Y todo es tan dulce, silencioso, desvaído,
y hoy es tan extraño el mundo circundante,
como si pasases por aquí hace un instante,
rozando la hierba con el borde de tu vestido.
Que los días sean propicios.