domingo, 28 de febrero de 2010

Poesía moderna. Desorientación y Premio

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«De la poesía antigua, de rima, aún me entero de algo, pero con la moderna me entra un complejo de ignorante…» Es una frase que hemos podido decir en cualquier momento al referirnos a las composiciones líricas de los tiempos recientes. Y tenemos razón. Hace algunos días anotábamos que la poesía de los siglos precedentes al Romanticismo, por lo general, obedecía (y se beneficiaba) de la evocación de figuras mitológicas –Ícaro, Orfeo, etc.– o de lugares comunes en la naturaleza –volcanes, bosques, etc.–. Una vez que conocíamos su significado, entonces disponíamos del código para su interpretación (que era única). Pero la poesía moderna es harina de otro costal.
Podemos acercarnos a ella con una notable carga de conocimientos sobre mitología griega (que nunca estorba) y, sorprendentemente, quedarnos en blanco. Y es que aquí nadamos en la desolación, sin agarraderas a la vista, sin salvavidas. Estamos en un espacio construido desde el sentimiento y, por lo tanto, tendremos que abordarlo saliéndonos de la razón. Nos ayudará a su comprensión el conocer la biografía de quien escribe y el análisis literario del poema (una vez que lo hayamos leído completo) para ver si damos con las palabras que transmiten la mayor carga sentimental y podemos establecer el asunto del texto. Pero no demoremos más nuestra llegada a uno de ellos:

Déjame esta voz que tengo,
lo mismo que a la pampa le dejan
sus matorrales de deseo,
sus ríos secos colgados de las piedras.
Déjame vivir como acero mohoso
sin puño, tirado en las nubes;
no quiero saber de la gloria envidiosa
con rabo y cuernos de ceniza.
Un anillo tuve de luna
tendida en la noche a comienzos de otoño;
lo di a un mendigo tan joven
que sus ojos parecían dos lagos.
Me ahogué en fin, amigos;
ahora duermo en donde nunca despierto.
No saber más de mí mismo es algo triste;
dame la guitarra para guardar las lágrimas.

Luis Cernuda escribió Déjame esta voz en 1931, encuadrándolo en Los placeres prohibidos, que constituye una parte de La realidad y el deseo (1936). Ahí tenemos esos déjame que inician los dos primeros cuartetos, en los que nos anuncia el estado de desamparo del yo poético (el del poema), pidiendo únicamente la voz –elemento clave de un poeta–; nos narra después el breve cuento de cuando fue feliz –anillo y luna tendida–; y nos lo confía –amigos– desde el recuerdo ahogado en lágrimas, de las que desea desprenderse.

Cada vez que nos acerquemos a este poema, lo envolverá una atmósfera diferente, nos diremos cosas distintas. ¿Alguien da más por menos?

[Ya sabemos que, además, podemos auxiliarnos de libros como el de Rosa Navarro Durán, Cómo leer un poema (Barcelona, Ariel, 1998)]

viernes, 26 de febrero de 2010

EL ABECEDARIO, ESE GRAN DESCONOCIDO

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Ya de pequeñita cuando aún no iba a la escuela, mi abuelo me cantaba algo así como:

A, B, C, CH, D, la cartilla se me fue a los prados a pacer,

No me pegue padre mío que mañana la traeré..

Esos son mis primeros recuerdos del alfabeto y desde entonces no se me ha olvidado (conste en acta que no me considero lo que vulgarmente llamamos un lumbreras).

Es por eso que no llego a entender la gran dificultad que presentan algunos usuarios a la hora de buscar un documento en las estanterías.

Cuando amablemente explicas cómo localizar un autor determinado o les apuntas en un papelito la signatura, son muchos los que vuelven y dicen, pues no no está, he mirado en todas las estanterías y no está.

Claro es que no hay que mirar en todas las estanterías sólo en una, la que corresponde a la letra apuntada.

Me resulta incómodo explicar lo del alfabeto, siempre dices con una sonrisa que está todo ordenado alfabéticamente y en ocasiones te miran como si hablaras chino (que más quisiera yo, con el dinero que ganaría uno en estos tiempos conociendo ese idioma).

Pues bien he llegado a la conclusión de que no es cuestión de aptitud, sino de actitud, es mucho más cómodo que te den todo hecho y si además sabes hacerte el despistado ya tienes media vida resuelta.

Si habéis llegado hasta aquí leyendo, mis más sinceras disculpas porque se que toda persona capaz de leer cuatro párrafos seguidos conoce perfectamente el abecedario y sabe desenvolverse con soltura en una biblioteca, con dos pequeñas indicaciones.

Y una vez pedidas las disculpas pertinentes, agradecer al mundo que existan estos pequeños espacios para desahogar las penas y poder seguir atendiendo a mis usuarios con una gran sonrisa.


Imagen tomada de:

diariando.wordpress.com/page/6

jueves, 25 de febrero de 2010

El Cerebro. La solución ansiada

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Hace un tiempo, la psicología vino a resolver todos los problemas. Ya sabemos, esos que nos traen de cabeza y no se sabe cómo explicarlos y, sobre todo, cómo encauzarlos. ¿Qué proceder tomamos ante las personas que pintan las paredes del edificio que habitamos, que dan patadas a las papeleras o que rompen los cristales de las cabinas telefónicas? Bueno, pues la psicología nos explicaba que era gente con unas determinadas carencias (afectivas) y que con un tratamiento adecuado el asunto podría arreglarse. Pero… siguen apareciendo cabinas desvencijadas en la madrugada.

Y es que, claro, nos habíamos olvidado del cerebro. Eso es lo que vienen a decirnos ahora toda esa gente (con su buena dosis de oportunismo) que se ha volcado en los análisis de la neurociencia durante los últimos diez años (aproximadamente). En lo que llevamos de siglo, las resonancias magnéticas permiten observar, resaltadas en rojo, las partes del cerebro que se activan cuando realizamos ciertas actividades. O permiten verlas en azul cuando nos relajamos. De ahí a concluir que todo está en el cerebro, hay un paso (que mucha gente se atreve a dar).

Por ello, no debemos de alarmarnos. Si alguien perturba el silencio de la biblioteca con grandes risotadas, si nos desaparecen las fotografías de las publicaciones ilustradas, si nos preguntan qué escribió un tal Caldero…, pues nada. Es que la madre Naturaleza le ha obsequiado a esas personas con una forma de ser sobre la que ellas no tienen ningún poder de cambio. Además, ¿No es de gente sabia el seguir los dictados naturales?

[Y para saber la diferencia de por qué unos no regalan flores el día del aniversario y por qué otras lo esperan, pues se puede acudir a libros como el de Louann Brizendine, El cerebro femenino (RBA, 2009, ya la 11.ª edición).]

domingo, 21 de febrero de 2010

Castigos sin horizonte

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Hablábamos en una anotación anterior –¡Contra la pared!– de la generalización de los castigos físicos en la enseñanza desde tiempos bajomedievales y de las posibilidades disuasorias que podrían tener estos métodos para aplicarlos, por conductas asnales, a parte de la gente que se acerca a las bibliotecas. Lógicamente, todo el texto estaba cargado de ironía y queda, pues, fuera de nuestro pensamiento cualquier posibilidad de su práctica, ni siquiera en la imaginación, durante los días nefastos. No sólo renegamos del castigo físico, sino también del psicológico, el cual era recomendado por la capacidad de ridículo, miedo y vergüenza que origina en quien lo recibe. «Humillan. Y, al humillar, corrigen», decían no hace mucho.
Por ello, hoy recordamos a quienes se oponían a la «execrable costumbre a resultas de la cual muchos niños mueren y otros quedan mutilados». Y traemos aquí textos que quienes así lo hacían. Es el caso de Pietro Giordani, que en 1819 escribe La causa dei ragazzi di Piacenza, a la que corresponde la frase citada. Este hombre denunciaba que «en nuestras escuelas la carne humana recibe peor trato que la carne de los cerdos. Porque a los cerdos los matan de un golpe y sólo porque es necesario. Nuestros escolares, en cambio, son torturados continuamente y sólo por escarnio. Es preciso detener la crueldad de la vil e ignorante canalla que tortura al sector más digno de respeto del género humano: los niños». Asimismo, Enrico Mayer, creador de las guarderías, que clamaba «premiad en vez de castigar. Elogiad en vez de reprobar. Y os sorprenderá vuestro éxito».

Quede claro el camino. Pero de todo esto hemos obtenido algo positivo: una vez insonorizados los cuartos oscuros de las bibliotecas, los podemos utilizar para recreo del personal laboral, ¿no?

[La traducción de los textos citados es de Isabel Prieto, tomada del libro de Oriana Fallaci Un sombrero lleno de cerezas (La Esfera de los Libros, 2009).]

jueves, 18 de febrero de 2010

Cultura podrida

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El mes pasado estábamos dando una vuelta por Gijón –Xixón– y, como la deformación profesional no es punible, entramos en una librería de viejo. Ojeamos unos volúmenes y hojeamos otros. A pesar de lo conocido, siempre sucumbimos a la sorpresa que nos producen las ilustraciones en blanco y negro, los festones de las entradillas, las letras capitales de los capítulos, los colofones en lámpara. ¿Los precios?, ni mirarlos.
En un montón de folletos, revistillas y postales apilado en la mesa situada junto a la esquina derecha de la tienda, según se entra, hallamos un folleto de 24 páginas, publicado en 1907 precisamente en Gijón (esta vez), el cual quisimos adquirir: La novela roja. Se trataba de un extracto de la novela del mismo título –Le roman rouge, publicada en 1887, 220 páginas– de la escritora francesa Jane Catulle Mendes (1841-1909), bastante conocida en su tiempo entre el proletariado consciente español. Al mirar el precio, vimos que tenía varias cifras anotadas a lápiz, por lo que preguntamos el precio. «Son doce euros», nos dijo el vendedor –en este caso hombre, aunque en esto de los dineros no hay diferencia de géneros–. «¿Doce euros? –saltamos–, ¡pero si en su tiempo costaba 5 céntimos de peseta, según se aprecia aquí, y lo publicó el Grupo Germinal para la emancipación de quienes no podían permitirse el lujo de asistir a una escuela!». «Cuénteme usted músicas celestiales, pero no hallará otro por ninguna parte. ¡Suerte tiene de que aún no lo haya pasado a las estanterías nobles!». Y nos fuimos con las manos vacías y el cerebro a estallar.

Traemos a colación esta anécdota al socaire de la noticia aparecida estos días en la que leemos que la Biblioteca Nacional ha comprado el Códice Daza, manuscrito de Lope de Vega por la suma de 700.000 euros. No nos cabe duda de que la cultura de occidente está podrida. No tenemos capacidad de regeneración. Apenas sabemos hacernos –sonrientes– fotografías al lado del trofeo y poner cifras en las esquinas de los libros antiguos.
¿Tenemos una neura o vivimos fuera de este mundo?

domingo, 14 de febrero de 2010

¡Contra la pared!

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¡Ay! Cuántas veces se añoran en esta y otras bitácoras bibliotecarias la posibilidad de utilizar métodos disuasorios ante las conductas asnales de la variada fauna que puebla, por algunos momentos, nuestros locales. No faltan ganas de desahogo ante las continuas infracciones que se suceden: libros subrayados a color, páginas arrancadas, devoluciones a uña de caballo, acaparación de periódicos, carreras a voz en grito con el móvil, huellas de lentejas en unos hermosos versos y un largo etcétera. Pero, las apariencias sociales de estos tiempos civilizados que corremos impiden poner en marcha cualquier medida (por muy sofisticada y meritoria que sea) tendente a la persuasión, a convencer a las claras.

Y no es que no existan antecedentes. En el campo de la educación los hay de sobra. La Iglesia –esa institución tan sabia y tan venerada– sentó las bases, en los tiempos medievales, de cómo habría que proceder con quienes no podían pagar las multas que se les imponían por malas calificaciones o por mala conducta. El teólogo francés Jean le Charlier de Gerson escribe en 1402 un texto pedagógico, De pueris ad Chistum trahendis, que expresa claramente esta intención: «Que en el caso de que no se produzca el desembolso, el preceptor castigue al párvulo con la verga. Que el párvulo sepa que sufrirá el castigo de la verga si no salda con dinero la pena que se le ha impuesto». Un siglo después, la normativa del colegio católico de Tours especifica: «Que el número de golpes se duplique en el caso de que los gritos turben la paz de la zona, para que el castigado calle o se desmaye». Y por si queremos cambiar de tiempo y lugar, la Guida dell’Educatore (Toscana, siglo XIX) recuerda que «todos sienten el dolor físico, todos ceden ante él», aconseja que «sólo cuando la carne está domada reconoce un reo su culpa», e insta a que quien está al frente cumpla sus amenazas, pues, de lo contrario, pierde autoridad y el alumnado le consideraría «mujercita de corazón blando».
Para qué seguir. Ante la inutilidad disuasoria de los gestos amables, ante la indomable rebeldía, ¿por qué no vamos insonorizando los cuartos oscuros de las bibliotecas? Además, es fácil que nos ganemos el cielo.

jueves, 11 de febrero de 2010

Adivinanza (fácil, fácil)

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Bueno, esta vez sí que es fácil el acertijo:


Debo a la Arabia mi ser
y yo tengo nueve hermanos,
que estando de mí lejanos
me quedo yo sin valer;
pero si a ellos me uno
adquiero tanta importancia,
que, sin que sea jactancia,
yo valgo más que ninguno.


Pero tiene el mismo valor que el anterior que trajimos aquí: está sacado de un cuaderno que lleva por título Folklore burgalés (recogido directamente), elaborado por las criaturas de la escuela de un humilde pueblo de Burgos, en 1936, e impreso en la misma escuela, en una prensa de imprenta que manejaba el maestro, pero cuyas galeradas eran compuestas por niños y niñas. El aprendizaje como fiesta o la fiesta en la enseñanza. (¡Y parece que Bolonia está descubriendo algo!)

¿Qué pueblo? ¿Quién era el maestro? ¿Conocemos algunos nombres de niñas y niños? Seguiremos hablando de ello.

lunes, 8 de febrero de 2010

Julia, el alma y los libros

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Con regularidad me acerco a ver a Julia. Me abre la puerta su padre, un hombre afable que se ha hecho cargo de su hija y ha sacado adelante a sus dos nietas, el cual aprovecha para tomarse el día libre. Julia está enferma del alma. ¿Por qué? ¡Quién lo sabe! Tal vez porque la sociedad que ha encontrado no es la que soñaba. Tal vez porque una parte de su cerebro ha decidido aguarle la fiesta. Tal vez porque algún gen antepasado ha tenido la peregrina idea de elegirla como heredera de la melancolía familiar. Salimos a comprar y, así, podemos pasear un poco –«que le dé el aire», me digo–, aunque no le gusta estar mucho por la calle. Apenas hablamos, pero el silencio nos es problema. Después de comer, una cabezada y, a la tarde, leemos en voz alta. Al igual que lo hacíamos cuando vivíamos los seis. Todo en común, sin cuotas sin tareas. Cocinábamos, limpiábamos, acudíamos a las asambleas, empuñábamos el spray por las noches, increpábamos a la especulación a la política al privilegio, trasnochábamos, íbamos al campo a tomar el sol asar setas y sardinas cocinar paellas, redactábamos manifiestos, declamábamos poemas…

De entonces, Julia conserva las mangas dadas de los jerseys para esconder las manos, los pómulos graciosos y el sentarse en cuclillas en el sofá. Y así se pone ahora, de espaldas a la luz. Yo me siento en la mecedora de la mesa camilla, junto a la ventana. Abro el libro. «¿Sabes que han sacado un volumen de memorias de Oriana Fallaci?» Por un instante creo ver una chispa en sus ojos; después vuelve la ausencia. Así que me adentro en Un sombrero lleno de cerezas «―Amigos míos, nadie escapa a su destino […] ¿Algo más? Ah, sí: la fe en Dios, saber leer y escribir. Los preciosos alimentos de la mente y del alma, las riquezas espirituales que deberían compensar las penas del cuerpo [...] ¡Mientras como ovejas nos comportemos, justo será que haya / un hatajo de rufianes que leyes no deje de decretar!».

Vuelve Aurora, la hija menor de Julia, y preparamos la cena. En el largo trayecto de vuelta a casa, me abandono a las sensaciones del día y reparo en el escaso poder de las palabras.

jueves, 4 de febrero de 2010

Palabras saqueadas

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Nos tomamos la libertad de poner un adjetivo al encabezamiento de esta anotación, tomándolo del título de uno de los libros de Irene Lozano: El saqueo de la imaginación (Debate, 2008). Su autora nos relata un fenómeno de extraordinaria importancia en la actualidad: los mensajes que nos llegan en los medios de información, han pasado por el tamiz de los gabinetes de opinión (que llaman de comunicación). Es decir, partidos políticos, sindicatos, iglesias, prensa, banca, oenegés, fundaciones… disponen de una gente especializada en comer el coco. Ahí, las palabras son analizadas, rechazadas, elegidas y (si preciso fuera) forzadas para que transmitan la bonanza de la organización en cuestión.
Se trata de que cuando firmamos un contrato de telefonía (que nos encadena dieciocho meses), o encontramos un trabajo (que no sabremos lo que durará), o abrimos una cuenta corriente (que cobra comisiones aleatorias), o la política nos concede o nos rechaza una ayuda (que parece un privilegio), todo ello se nombre con palabras que no ofendan, que no desprestigien a quien nos la facilita, que no la presenten como alguien que nos explota en ese momento. Algo así como el método Grönholm, al que alude la autora: la multinacional en cuestión buscaba no una buena persona que pareciera un hijo de puta, sino un hijo de puta que pareciera una buena persona. (No hace falta tener vista de lince para reconocer a unos/as cuantos/as.)

Es decir, el asunto está en conservar los grandes beneficios, haciendo ver que se está ayudando al personal. Y para ello son necesarias las palabras, aquellas que transforman penalización en apoyo económico o ganancia en prestar colaboración. Las palabras en las que se expresan los valores. ¡Vamos, que bancos y empresas pareciera que existen para facilitarnos la vida!

En buena medida, el libro en cuestión nos presenta un panorama desolador. ¿Podemos defendernos de él? Tal vez las bitácoras nos ayudan a ello.

miércoles, 3 de febrero de 2010

CARALIBRO...

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Igual si que es más fácil de lo que pensamos leernos entre nosotros.... igual si que somos libros abiertos, o en eso nos transforman las redes sociales, ¿sería malo? o ¿realmente es lo que necesitábamos para darnos a conocer?.
:)
Fuente de la fotografía: http://i.imgur.com