miércoles, 30 de mayo de 2018

Chicas de campo (Edna O'Brien)

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Hace un tiempo leí Las chicas de campo (1960), novela que en su balance ostentaba el haber sido repudiada desde el púlpito por el cura de la parroquia a la que pertenecía su autora en la infancia, la irlandesa Edna O’Brien (1930). Como tantas veces sucede, inició estudios (de Farmacia) que no le entusiasmaban y se casó contra la voluntad de sus padres (con el escritor Ernest Gébler). Esta primera novela le proporcionó reconocimiento mundial y le abrió las puertas a poder vivir de lo que tanto le gusta: leer y escribir. Completó la existencia de las dos protagonistas que marchan del campo a la ciudad en La chica de ojos verdes y en Chicas felizmente casadas.
Cierto día, cuando ya era consciente de la vejez, “hice una cosa que llevaba treinta y tantos años sin hacerla. Pan. Por muy piano roto que fuera, me sentí más viva que nunca cuando el aroma del pan se apoderó del ambiente. Era un olor antiguo, fuente de muchos recuerdos, y así fue como aquel día de agosto de mi septuagésimo octavo año de vida me senté para empezar las memorias que me había jurado no escribir jamás”. Así nació Chica de campo (2018). ¡Y cómo tenemos que agradecérselo! Al menos, yo. En demasiadas ocasiones, a pesar de lo que me atrae el género, dejo las autobiografías apenas comenzadas, pues no me interesa que me cuenten hazañas. Sin embargo, lo que ha elaborado Edna O’Brien es algo distinto; se sobrepone a las tiranías desde su prosa exacta y hermosa.
Ya tenía tablas en ello. Retrato de un artista adolescente fue la obra que le impulsó a hacerse escritora y sobre su autor, Joyce, al igual que sobre Byron, realizó sendas biografías. Sin que pueda olvidarse Virginia, obra teatral sobre la conocida escritora de Horas en una biblioteca.
[Salud. A la espera de que la Vida enseñe a leer y a escribir a quienes gobiernan la res publica].

jueves, 24 de mayo de 2018

Tierra perturbada (Dalva con Jim Harrison)

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“Amábamos la tierra, pero no podíamos quedarnos”, es el proverbio antiguo que Jim Harrison eligió como cita introductoria para Dalva (1988), su mejor novela según afirmaba él mismo y parece que confirman crítica y público. Desde luego que tiene esa impronta que diferencia a las obras singulares. En ella se percibe una prolongada investigación, a pesar de que en alguna de sus páginas ironiza sobre los conocimientos académicos. Pero enfrenta la historia de la nación estadounidense, en notable medida montada sobre la guerra en la que sucede la aniquilación de más de 100 sociedades autóctonas indias, culminadas en la masacre de Wounded Knee de 1890. Para ello, lógicamente, necesitaba estudiar.
Jim Harrison (1937-2016) pasa por ser un escritor de personalidad. De familia acomodada, en la juventud dejó los estudios y viajó -“yo era como un personaje de Bolaños, siempre persiguiendo las cosas más descabelladas”-. Se hizo, así, en la relación pasional con la naturaleza y los experimentos, buceando en viajes de ida y vuelta entre los laberintos de la mente y los placeres del cuerpo. A los siete años fue atacado, sin mediar discusión, por una niña con una botella y perdió casi la visión del ojo izquierdo. Dalva, la protagonista, encarna el espíritu salvaje de la Naturaleza, que nos pide reflexionar sobre la actuación codiciosa de la civilización puritana y grotesca de quienes conquistan creyéndose superiores.
Fiel a su devoción por la poesía española, está presente en el ambiente del territorio de Arizona y en las páginas de Machado  García Lorca, Vallejo u Ortega y Gasset ‒«Cuando no se tienen normas, nada puede ser meritorio; los hombres utilizan incluso lo sublime para degradarse a sí mismos»‒, que se unen a “la literatura viva” anglosajona de Faulkner, Twain o Yeats. Si se dispone de tiempo y ganas para dejar que Dalva nos penetre, puede tener sentido dedicarlo a las cerca de 500 páginas de esta novela estudio.
[Salud. A la espera de que la vida devuelva a su estado salvaje a quienes nos colonizan desde el gobierno de la res publica].

viernes, 18 de mayo de 2018

El unicornio (Iris Murdoch)

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Paso el dedo por los títulos de las novelas de Iris Murdoch (1919-1999) en la estantería de la Biblioteca del barrio. Después de un par de recorridos de ida y vuelta se detiene en El unicornio, no por nada literario, sino por el atractivo que evoca la figura. Estoy releyendo el ensayo que desarrolla la autora irlandesa sobre las Romanes Lecture en El fuego y el sol (1977). Ahí leemos que «somos atraídos a lo real bajo el aspecto de lo bello […] vencer el egoísmo en sus formas cambiantes de fantasía e ilusión es automáticamente tornarse más moral; ver lo real es ver su independencia y por tanto sus exigencias».
Al comenzar El unicornio (1963) se sabe que estamos ante una narración de hace 50 años, pero no la podemos dejar. Ahí está su origen irlandés, su impronta religiosa, sus ambientes góticos y, por si fuera poco, su espíritu feérico ‒las hadas que no he visto, pero que, haberlas, hailas‒. Según dice Ignacio Echevarría, «una irresistible combinación de vodevil filosófico, alta comedia y fábula moral, todo ello pasado por el tamiz de Shakespeare». No falta ‒no puede faltar, tratándose de Iris‒ Platón ni Simone Weil. No faltan las observaciones agudas ni los quiebros inesperados.
Diálogos en abundancia contribuyen al atractivo de la novela. Iris Murdoch, después de una prolífica carrera de novela y ensayo, sintió a partir de 1995 una especie de bloqueo de escritor, lo que resultó ser un alzheimer galopante. En los años de vida últimos tuvo los cuidados de su esposo, el también escritor y profesor de literatura inglesa John Bayley (1925-2015), lo que dio origen a que este escribiera unas memorias y un guión de película (muy exitosas, y a que se considere idílico a su matrimonio), en las que, sin embargo, se centra más en la enfermedad que en la genialidad de Murdoch (y no sé si es dado mencionar que apenas tardó una año en volver a casarse con una amiga de Iris, a cuya casa de Lanzarote solían ir de descanso).
[Salud. A la espera de que la Vida minore las astas de quienes gobiernan la res publica].

sábado, 12 de mayo de 2018

A lomos de los libros en la Biblioteca

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Se ha puesto de moda ‒no sé dónde se ha iniciado‒ el construir (ladrillo a ladrillo) poemas con el título de los libros en las bibliotecas. Incluso, para incentivar la utilización de las mismas, estas hacen concursos en los que se les envíen composiciones realizadas con libros que tengan visibles los tejuelos de un centro determinado. Así que esta vez se me ha ocurrido el montar la anotación con este sistema.
















[Salud. A la espera de que la Vida elabore poemas con quienes gobiernan la res publica].

domingo, 6 de mayo de 2018

Conversaciones en El Jardín (con César Simón)

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Nada sino un gesto,
el gesto de una boca
discreta y sensual,
y la claridad de una mente.
……………………………
¿Qué palabras sonoras
que ya no suenan,
que no sonaron nunca,
son las palabras decisivas?
Leer El Jardín (Hiperión, 1997) de César Simón (1932-1997) ‒libro al que pertenecen “Rictus” y “¿Qué palabras?”, los poemas que encabezan esta entrada‒ es entrar en un lenguaje que se exprime hasta quedarse en los huesos. Habla de la intimidad que cada cual vive consigo, esa que no podemos narrar en una biografía. Hay quienes apenas cuentan con hechos reseñables en su existencia y, sin embargo, atesoran enormidades en su ser y, por si fuera poco, disponen de la facilidad de comunicarlo.
Leyendo, leyendo… a veces nos encontramos con párrafos que parecen contestaciones a otros con los que nos hemos topado en otros lugares. El referido escritor valenciano C. Simón ‒poeta, narrador, ensayista, articulista y aun traductor‒ escribe en Siciliana: «Nuestro verdadero trabajo ni se paga ni figura entre los estatutos profesionales. Rozamos con los dedos las superficies para recoger su polvo, su electricidad muerta. Hemos trabajado mucho de este modo». Y semeja contestación a lo dicho por Thoreau en Walden: «La verdadera cosecha de mi vida diaria es algo tan intangible e inefable como los matices de la mañana o del atardecer. He cogido un puñado de polvo estelar, un segmento del arco iris».
Se han ido al cosmos a buscar la sustancia con la que rociarnos. No traen solo palabras. Es agonía y belleza. «Te llamé algunas veces, / pero siempre aguardabas en esquina / o en penumbra de árbol. / Y viniste, viniste, alma, / me tomaste del brazo / y me dijiste: sigue, / estamos condenados en este mundo».
Pre-Textos ha editado en 2016 Poesía completa de César Simón, con clarificador prólogo de Vicente Gallego y bibliografía de Begoña Pozo.
[Salud. A la espera de que la Vida conceda palabras de carne a quienes gobiernan la res publica].