Salieron volando por el balcón en donde estaban los zapatos de Valeria y Alejandro, rebosantes de cebada, y el cuenco descascado de la abuela, colmado de agua, para que en ellos se saciaran los camellos; en aquella noche clara, no tendrían dificultad en llegar. Soplaba fuerte el viento, por lo que −unidas− decidieron aprovechar su dirección (que apenas las desviaba de la ruta), lo que les permitía atravesar el hayedo que les protegía del frío.
Habían recorrido la mayor parte del bosque, cuando divisaron una casa, a la que se dirigieron. Al cruzar su diminuta puerta, chocaron contra una pared elástica que no habían visto, la cual se cerró en un ovillo. Era una red. “¡Hey, hey, pajarito! –escucharon–. No temas, enseguida termino. Solo es un pequeño anillo”. Las cálidas manos que la cogieron, se movieron con agilidad y, en poco tiempo, estaban soltando a la alondra, lanzándola al viento.
Volaron en bullicio hasta el mar.
De vuelta, la alondra se cernió sobre la blanca superficie; aventó sus plumas, de las que emergió una nube hinchable que voló hacia el respaldo de la mecedora, y la Bibliotecaria apareció balanceándose en ella. El fuego seguía vivo. Al trasluz del primer resplandor del día, se perfilaban unos bultos en el balcón del este. Ella tenía en el pie izquierdo la pulsera que había pedido. Estaban escritas a su alrededor las palabras de Paul Eluard: “Si el eco de tu voz desaparece, pereceremos”».
Hermoso texto. Y hermosa frase final.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Elena.
ResponderEliminarRegalos para ti. Un abrazo.
Lo que he envidiado a la bibliotecaria.
ResponderEliminarDesde un extremo al otro del globo, las aves afrontan fantásticas rutas migratorias. Si llevaran frases las anillas, llenaríamos nuestros cielos de palabras.
El texto es muy bonito, pero yo esta vez no me veo en la piel de la bibliotecaria, la película de los pájaros me dejó marcada.
ResponderEliminarEs que ésta, ebge, es una Bibliotecaria con suerte.
ResponderEliminar¡Vaya, Ayla! Menos mal que no eran alondras.
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