Siento ansias de crear, es algo que late en mi pecho, como un pájaro que bate las alas con desesperación
le escribe Knut Hamsun a su
amigo boticario Ingvar Laws, de Minneapolis en el otoño de 1888, a los
veintinueve años, entonces en Copenhague, cuando está a punto de aparecer desde
sus profundidades el gran escritor que se haría muy pronto. Desde joven había
escrito miles de páginas. Pero era de las personas que necesitan bucear
repetidas veces hasta sus profundidades, romper los diques de sus lagos
interiores y correr el riesgo de la locura antes de que el genio de las letras
le concediera la plasmación auténtica de sus inquietudes.
Una tarde, desgarrado, «me había
esforzado al máximo trabajando durante días y noches, como un burro de carga,
había leído hasta que los ojos se me salían del cráneo y había pasado hambre
hasta perder el sentido. Me golpeaba contra las farolas. Un hombre que pasaba
justo enfrente comenta riendo: “Debería ir a que le encierren”. Sí, claro, yo
estaba loco, él tenía razón. Podría sentir la locura correr por mi sangre,
notaba su celeridad en mi cerebro».
Dos años después, escribe sus
conocidas palabras: «Fue en aquel tiempo cuando recorría Chistiania muerto de
hambre, esa extraña ciudad que nadie abandona sin quedar marcado. Era una tarde
de otoño».
Años después llegó el Premio
Nobel (y, al final, su flirteo con el nazismo).
Bueno, uno empieza dándose con las farolas y acaba donde acaba.
ResponderEliminarLa verda que Hamsun no sabe uno dónde estaba.
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