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miércoles, 3 de junio de 2020

El regreso (garras de coronavirus). Laforet

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En estos tiempos del ingreso mínimo vital, que viene para aliviar situaciones de precariedad agravadas con lo que se nos ha presentado arriba, abajo y alrededor, recuerdo el cuento El regreso de Carmen Laforet (1920- 2004). Puede que no sea uno de los más recordados de nuestra literatura. Puede que esté elaborado con algo de precipitación, aunque esto es una opinión que, a buen seguro, no sea compartida por gentes más dotadas para la crítica literaria que el que esto escribe. (Sí que es cierto, según comenta su hija Cristina Cerezales [la cual publica ese estupendo libro sobre las relaciones que tiene con su madre los últimos años de vida de esta, cuando pierde el habla, titulado Música blanca]; sí que es cierto, decimos, que comenta que Carmen Laforet no acostumbraba a corregir sus textos).
En El regreso, cuya acción se sitúa en los años cincuenta del pasado siglo en España, un hombre está a punto de salir del manicomio; ha estado ingresado dos años en él, debido a la crisis extrema que padeció cuando perdió el empleo ─era chófer y vino el racionamiento de gasolina─. Es Navidad y le espera su familia. Él no quiere salir, pues tendrá que asumir de nuevo la responsabilidad de sustentarla. Madre, esposa, hija e hijo viven relativamente bien al haber sido atendidos en esos dos años por las señoras de la Beneficencia.
Sube las escaleras, de paredes desconchadas, hasta el piso que habitan, con la maleta en una mano y una tarta que ha comprado en la otra. El relato ─¿son un símbolo las escaleras ascendentes?─ parece que le insufla fuerzas para su misión futura, hasta que pronuncia la frase «A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia».
Me hizo pensar lo suyo, en su momento, la expresión garras de la Beneficencia, y dar pábulo a cierto tipo de soluciones. Parece que ahora tendríamos que reflexionar para evitar cualquier ergástula.

sábado, 25 de marzo de 2017

Entre amigas Entre escritoras (Elena Fortún y Carmen Laforet)

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El título no me resulta atractivo. Incluso lo tengo por un poco cursi. De corazón y alma. Así se llama la obra que contiene la correspondencia habida entre Elena Fortún (1886-1952) y Carmen Laforet (1921-2004) durante los años 1947 a 1952, escritoras a las que aprecio. Además, Elena –Encarnación Aragoneses Urquijo– estudia, en su momento, biblioteconomía en la Residencia de Señoritas de Madrid, lo que le sirve en el exilio posterior a la guerra civil española para trabajar de bibliotecaria en la Municipalidad de Buenos Aires (hoy Biblioteca Mariano Moreno), puesto que le consigue Borges, ya que la escritora había coincidido años antes con Norah, hermana de este, en el Lyceum Club madrileño. Razón esta del oficio de colmar estanterías para pisar con honores la alfombra azul de nuestra bitácora. Por si fuera poco, dejó abocetada Celia bibliotecaria.
La correspondencia denota la situación vital de ambas. Una, autora de Nada, en los albores de su carrera literaria. Otra, creadora de Celia, en los ocasos. Pasión y angustia. Exilio y sosiego. (Curiosamente, conocí antes a la Premio Nadal, pues a mi pueblo no llegaban las aventuras de esa niña que vivía en los ambientes de la clase media española en la primera mitad de siglo). Decíamos que el título ronda lo sensible o efectista, aunque no dejemos de señalar que ambos elementos –corazón y alma– impregan desde el inicio la comunicación establecida entre ambas. Un entenderse desde la soledad. Un amarse desde los exilios. Un vivir creándose cada día en la presencia de las entrañas.
Escribe Carmen: «Dentro de unos días volveré a coger la novela [puede referirse a La isla y los demonios o El piano], ya para darle los arreglos finales. ¿Por qué escribirá uno? Todas las disculpas que uno se inventa para escribir son falsas. […] ¿Sabes que cuando yo iba a tener mi primera niña creía que ya no volvería a escribir? Creía que eso me serviría lo mismo. Luego resultó que no, que los hijos de carne y hueso son cosas aparte y que uno, por lo menos yo, no se puede entregar enteramente a ellos…».
Recomendable la correspondencia.
[Salud. A la espera de que la vida transcurra por sus campos].

lunes, 9 de noviembre de 2015

Música blanca. Carmen y Cristina (Cerezales Laforet)

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Cuando leí Nada por vez primera, imaginé que su autora, Carmen Laforet (1921-2004), sería una persona algo caústica, cuya existencia estaba atravesada por gestos distantes, poniendo barreras a lo que pudiera salir o entrar en su mundo. Según suele suceder, estaba confundido. Su obra nace del amor. Ella misma comenta en la introducción a Mis páginas mejores (Gredos, 1957): «Cuando vuelvo la vista atrás, veo que todos esos años se han combinado para hacerme una persona capaz del difícil don de sentir la felicidad, y humildemente creo que hasta de derramarla en un círculo muy íntimo». Conocido es que Nada está escrito a los 22 años y que obtiene el Premio Nadal en su primera convocatoria, la de 1944, editado en la colección Áncora y Delfín, la de Festina lente. Su existencia es cambiante. Puede decirse que nace como testimonio y vive como documento.
Adentrarse en la escritura de Carmen Laforet conduce al silencio, al que tuvo durante los últimos años de su vida. La fe de su hija Cristina Cerezales Laforet pone palabras suficientes en su existencia abstraída, de donde brota un libro tan singular como Música blanca (Áncora y Delfín, núm. 1.138, 2009), en el que resuenan los armónicos, sonidos de agua, ahora que está alejada del mar, en el que vive su centro.
Escritos, cartas, dibujos, recuerdos… van combinándose en las páginas, rehaciendo a la madre, la cual evoca a la suya, una mujer de extracción humilde que había estudiado con una beca, muerta prematuramente en Canarias, cuando Carmen contaba con 13 años. «Es verdad, sigo pensando en mi madre, ella fue la que despertó nuestro afán de lectura y alimentó la base de nuestra cultura. Recibimos de ella su sensibilidad hacia los demás y su delicadeza […] Ella se ocupaba de nosotros con gran firmeza y también con ternura, pero yo recuerdo más la firmeza, la exigencia del desarrollo de nuestra inteligencia».

Textos exquisitos. Con la amistad, el tiempo y el mar.