En estos tiempos del ingreso
mínimo vital, que viene para aliviar situaciones de precariedad agravadas con
lo que se nos ha presentado arriba, abajo y alrededor, recuerdo el cuento El regreso de Carmen Laforet (1920- 2004).
Puede que no sea uno de los más recordados de nuestra literatura. Puede que
esté elaborado con algo de precipitación, aunque esto es una opinión que, a
buen seguro, no sea compartida por gentes más dotadas para la crítica literaria
que el que esto escribe. (Sí que es cierto, según comenta su hija Cristina
Cerezales [la cual publica ese estupendo libro sobre las relaciones que tiene
con su madre los últimos años de vida de esta, cuando pierde el habla, titulado
Música blanca]; sí que es cierto,
decimos, que comenta que Carmen Laforet no acostumbraba a corregir sus textos).
En El regreso, cuya acción se sitúa en los años cincuenta del pasado
siglo en España, un hombre está a punto de salir del manicomio; ha estado ingresado dos años en él, debido a la crisis extrema
que padeció cuando perdió el empleo ─era chófer y vino el racionamiento de
gasolina─. Es Navidad y le espera su familia. Él no quiere salir, pues tendrá
que asumir de nuevo la responsabilidad de sustentarla. Madre, esposa, hija e
hijo viven relativamente bien al haber sido atendidos en esos dos años por las
señoras de la Beneficencia.
Sube las escaleras, de
paredes desconchadas, hasta el piso que habitan, con la maleta en una mano y
una tarta que ha comprado en la otra. El relato ─¿son un símbolo las escaleras ascendentes?─
parece que le insufla fuerzas para su misión futura, hasta que pronuncia la
frase «A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián,
a salvarla de las garras de la Beneficencia».
Me hizo pensar lo suyo, en su momento,
la expresión garras de la Beneficencia, y dar pábulo a cierto tipo de soluciones. Parece que ahora
tendríamos que reflexionar para evitar cualquier ergástula.