Querubín

Los querubines suelen desentonar cuando cantan. Pero las diosas los quieren cercanos [no olvidemos que es una de las palabras que tiene nuestra lengua de origen hebreo –kerubim–, significando los próximos], de ahí que se sitúan en el segundo coro de la primera jerarquía [sabemos que el primer coro, claro, está poblado por los serafines; otro de los vocablos hebraicos con los que contamos –serafim–, nobles]; en tercer lugar figuran los tronos, que con sus recias voces anulan cualquier veleidad cantora de quienes tienen delante.

Después de los conciertos, es frecuente ver entrelazados los claros cabellos (rubios y morenos) de querubes y diosas en las praderas de los páramos celestes, quedando al amparo de las blancas alas su intimidad cuando las estrellas se asoman a curiosear. Inamovible el espectáculo al rodezno del tiempo. Dicen las deidades que estas criaturas combinan ternura y pasión en una mezcla que no le ha sido dada a ningún otro ser vivo, incluidos los dioses.

Hace algo más de un siglo, en 1894, Emilia Pardo Bazán publicó Cuentos nuevos, un libro que contiene treinta y seis relatos, adobados con el rico vocabulario del que disponía la escritora gallega. Uno de ellos lleva por título El baile del querubín, en el que un atrabiliario vicario, remangándose la negra sotana, trataba de imitar el baile de la criatura celestial, con la intención de rasgar cualquier intentona de lo que le parecía una adolescente birlesca.