viernes, 5 de abril de 2019

Las montañas de la mente (o fascinación cultural)

La fascinación actual por las montañas es, en notable medida, cultural. Eso es lo que viene a decir el británico Robert Macfarlane (1976) en Las montañas de la mente (2005), libro que combina erudición y aventura. Apenas hace tres siglos, eran consideradas lugares de peligro, inhóspitos, aptos para refugio de gente bandolera o perseguida. Sería Thomas Burnet el iniciador de una visión nueva sobre las alturas impactantes en The Sacred Theory of the Earth (1681), continuada por Lyell en los Principles of Geology (1830) o Ruskin en Of Mountain Beauty (1856), quienes extendieron la belleza de estos paisajes, debido a que descubrieron que tenían un pasado, que su forma actual proviene de miles y miles de años en los que la Naturaleza ha escrito su libro. Y, por supuesto, el Nueva Elosía (1761) de Rousseau.
(En Oriente ‒digamos de paso‒, obras como la de Kuo Shi, Essay of Landscape Painting, ya habían afirmado que estos paisajes «alimentan la naturaleza del hombre»).
Después de tres siglos de excursiones geológicas y románticas (con su dosis, en numerosos casos, de intereses económicos), pudo George Mallory (1886-1924) escribir a Ruth turner, su mujer, desde la base del Everest, «Querida mía […], no tengo palabras para describir hasta qué punto me posee», tres años antes de que muriera en sus crestas. O Hergoz (1919-2012), en el Annapurna, cuando se le estaban congelando los dedos (que después le amputaron), «Aquel paisaje diáfano, aquella quintaesencia de la pureza […], aquéllas no eran las montañas que yo conocía; eran las montañas de mis sueños».
Alfred Tennyson (1809-1892) escribe en su elegía de la estasis: «Las montañas son sombras y fluctúan / de forma a forma, y nada queda en pie; / se disuelven como bruma, las tierras sólidas, / como nubes toman cuerpo y se van». Si eso les sucede a ellas ‒majestuosas‒, ¿qué no nos sucederá a la gente mortal?
Claro que no todo el mundo se siente atraído por ellas. Ya los escribía Blake (1757-1827): «El árbol, que a algunos conmueve hasta lágrimas de dicha, es, a ojos de otros, solo un estorbo verde que se interpone en el camino».
Salud.

13 comentarios:

  1. La verdad que es una teoría sugerente la de que admiramos las montañas, fundamentalmente, desde hace tres siglos. No se me había ocurrido.

    Gacias.

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    1. Yo tampoco lo había visto así hasta leer el libro, Anónimo. Para quienes disfruten con los paisajes montañosos es una lectura instructiva.

      Saludos.

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  2. Thanks for the wonderful post. Thanks for sharing!

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  3. El título es muy sugerente y por lo que cuentas también lo debe ser el contenido.

    Un abrazo

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