La fascinación actual por las
montañas es, en notable medida, cultural. Eso es lo que viene a decir el británico Robert Macfarlane (1976) en Las
montañas de la mente (2005), libro que combina erudición y aventura. Apenas
hace tres siglos, eran consideradas lugares de peligro, inhóspitos, aptos para
refugio de gente bandolera o perseguida. Sería Thomas Burnet el iniciador de
una visión nueva sobre las alturas impactantes en The Sacred Theory of the Earth (1681), continuada por Lyell en los Principles of Geology (1830) o Ruskin en
Of Mountain Beauty (1856), quienes
extendieron la belleza de estos paisajes, debido a que descubrieron que tenían
un pasado, que su forma actual proviene de miles y miles de años en los que la
Naturaleza ha escrito su libro. Y, por supuesto, el Nueva Elosía (1761) de Rousseau.
(En Oriente ‒digamos de paso‒,
obras como la de Kuo Shi, Essay of
Landscape Painting, ya habían afirmado que estos paisajes «alimentan la
naturaleza del hombre»).
Después de tres siglos de
excursiones geológicas y románticas (con su dosis, en numerosos casos, de
intereses económicos), pudo George Mallory (1886-1924) escribir a Ruth turner, su
mujer, desde la base del Everest, «Querida mía […], no tengo palabras para
describir hasta qué punto me posee», tres años antes de que muriera en sus
crestas. O Hergoz (1919-2012), en el Annapurna, cuando se le estaban congelando
los dedos (que después le amputaron), «Aquel paisaje diáfano, aquella
quintaesencia de la pureza […], aquéllas no eran las montañas que yo conocía;
eran las montañas de mis sueños».
Alfred Tennyson (1809-1892)
escribe en su elegía de la estasis: «Las montañas son sombras y fluctúan / de
forma a forma, y nada queda en pie; / se disuelven como bruma, las tierras
sólidas, / como nubes toman cuerpo y se van». Si eso les sucede a ellas ‒majestuosas‒,
¿qué no nos sucederá a la gente mortal?
Claro que no todo el mundo
se siente atraído por ellas. Ya los escribía Blake (1757-1827): «El árbol, que
a algunos conmueve hasta lágrimas de dicha, es, a ojos de otros, solo un
estorbo verde que se interpone en el camino».
Salud.
La verdad que es una teoría sugerente la de que admiramos las montañas, fundamentalmente, desde hace tres siglos. No se me había ocurrido.
ResponderEliminarGacias.
Yo tampoco lo había visto así hasta leer el libro, Anónimo. Para quienes disfruten con los paisajes montañosos es una lectura instructiva.
EliminarSaludos.
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ResponderEliminarGracias.
EliminarSaludos.
El título es muy sugerente y por lo que cuentas también lo debe ser el contenido.
ResponderEliminarUn abrazo
A mí, al menos, me ha sorprendido.
EliminarAbrazos.
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