miércoles, 1 de febrero de 2012

Azul, blanco y oro


Ha sido uno de los escasos lugares en los que este fin de semana ha caído nieve por los alrededores. La sierra del Moncayo quedó cubierta en la noche del sábado por un velo blanco que la realzaba al amanecer –senemque Caius nivibus, escribía Marcial−, que le proporcionaba el ocultamiento que adquieren las mujeres con la seda sobre el rostro. Una prenda que atrae y que miente. A mediodía, el sol quedó solo en el cielo, abriendo un escenario límpido, del azul de los lagos de altura. El calor resbalaba hacia el vértice de los valles glaciares, derramados entre sus picos, reflejando la luz hasta los pueblos cercanos.

Contemplando los colores, leía Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy (2009), cuando la protagonista está en un internado de las montañas suizas, en Appenzell (cercano al manicomio donde poco antes había vivido Walser, y en cuyas nieves había encontrado la muerte). «Para Sankt Nikolaus pasamos toda una tarde fuera del colegio […] Seguía nevando, los copos de nieve se acumulaban en las ventanas […] De paso, mientras hablaba, me pareció captar en su mirada una extraña luz, como lo copos de nieve, ligeros y efímeros, que parecen detenidos en el aire».

«Continúa leyendo», me dijo la Bibliotecaria, «me sirve esta Fleur. Mañana, a la vuelta, se lo contaremos a la Mujer Azul».

4 comentarios:

  1. Bonito paisaje.
    Será porque es raro que por aquí nieve, me gusta mirar un paisaje nevado como algo raro, lejano.

    Saludos.

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  2. Las montañas nevadas siempre me producen el espejismo de estar suspendidas en el aire. Las laderas se confunden con el horizonte, mientras los altos, de un blanco contrastado, levitan más allá de las leyes.

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  3. Se comprende tu gusto, Elena. El paisaje nevado es más propio de tierras continentales (salvo en las altas montañas de tu tierra andaluza). En un día luminoso, es un lujo.

    Un abrazo.

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  4. Una levitación, ebge, efímera y, por ello, sorprendente.

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