domingo, 14 de febrero de 2010

¡Contra la pared!

¡Ay! Cuántas veces se añoran en esta y otras bitácoras bibliotecarias la posibilidad de utilizar métodos disuasorios ante las conductas asnales de la variada fauna que puebla, por algunos momentos, nuestros locales. No faltan ganas de desahogo ante las continuas infracciones que se suceden: libros subrayados a color, páginas arrancadas, devoluciones a uña de caballo, acaparación de periódicos, carreras a voz en grito con el móvil, huellas de lentejas en unos hermosos versos y un largo etcétera. Pero, las apariencias sociales de estos tiempos civilizados que corremos impiden poner en marcha cualquier medida (por muy sofisticada y meritoria que sea) tendente a la persuasión, a convencer a las claras.

Y no es que no existan antecedentes. En el campo de la educación los hay de sobra. La Iglesia –esa institución tan sabia y tan venerada– sentó las bases, en los tiempos medievales, de cómo habría que proceder con quienes no podían pagar las multas que se les imponían por malas calificaciones o por mala conducta. El teólogo francés Jean le Charlier de Gerson escribe en 1402 un texto pedagógico, De pueris ad Chistum trahendis, que expresa claramente esta intención: «Que en el caso de que no se produzca el desembolso, el preceptor castigue al párvulo con la verga. Que el párvulo sepa que sufrirá el castigo de la verga si no salda con dinero la pena que se le ha impuesto». Un siglo después, la normativa del colegio católico de Tours especifica: «Que el número de golpes se duplique en el caso de que los gritos turben la paz de la zona, para que el castigado calle o se desmaye». Y por si queremos cambiar de tiempo y lugar, la Guida dell’Educatore (Toscana, siglo XIX) recuerda que «todos sienten el dolor físico, todos ceden ante él», aconseja que «sólo cuando la carne está domada reconoce un reo su culpa», e insta a que quien está al frente cumpla sus amenazas, pues, de lo contrario, pierde autoridad y el alumnado le consideraría «mujercita de corazón blando».
Para qué seguir. Ante la inutilidad disuasoria de los gestos amables, ante la indomable rebeldía, ¿por qué no vamos insonorizando los cuartos oscuros de las bibliotecas? Además, es fácil que nos ganemos el cielo.

8 comentarios:

  1. Está claro que necesitáis...
    ¡Al tío de la vara!

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  2. ayyy!!! si, qué tiempos!! jajaja, yo estoy en pleno estudio y fabricación del collejeitor, lo que pasa que el prototipo sólo arrea 10 collejas por segundo y me parece poco, tengo que mejorarlo, a ver si alcanza las 300 por segundo y ya será algo serio... XDDDDD

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  3. ¿Quién te ha dicho a ti Lavela todo lo que hay en los depósitos?? jajajajaja

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  4. Y lo bien que llegaría uno a casa después del desahogo, uff sería genial.
    El tío de la vara, será bienvenido y qué decir del collejeitor de Mafi, se hará más famosa que el del chupachus, el día que se patente...

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  5. El tio de la vara es grande y seguro que el collejeitor da buen resultado pero siempre he pensado que la gente responde mejor ante castigos económicos, como que se les queda más grabado eso de que les toquen el bolsillo, igual estoy equivocada

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  6. Bueno, ¡qué gusto ver que nuestras plegarias tienen eco!

    Sobran los manuales de procedimiento. ¡Acción directa!

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  7. Allá voooooyyyyyyyyyy, me va a venir genial, así entramos en calorcito, placa placa placa.

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  8. Alguno hubo que metió gato por liebre y supo aprovechar la buena imagen, que daba aquella pedagogía, para hacer su conveniencia en la clase.
    "¿Qué más diré? Nos unimos primero en una misma morada, y después en una misma pasión. Y así, con ocasión del estudio nos entregábamos por completo al amor, y los apartes secretos que el amor deseaba nos los brindaba el trabajo de la lección. De manera que, abiertos los libros, se proferían más palabras de amor que de estudio, había más besos que doctrinas. Más veces iban a parar las manos a los senos que a los libros; el amor desviaba los ojos hacia los ojos con más frecuencia que los dirigía hacia las palabras escritas. Para suscitar menos motivos de sospecha, el amor —no el furor— daba azotes de vez en cuando: con afecto, no con ira, para que así sobrepasaran en suavidad a cualquier ungüento."
    Era Abelardo dando clase a Eloísa. Sin duda el padre de ésta se sentiría satisfecho de oír golpes cada vez que el profesor aplicaba palo a la enseñanza. "Una pedagogía seria", pensaría el viejo. Lo que no imaginaba era que todo era una artimaña para hacer de la clase una cita.

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