A los cien años, más o menos, de la muerte de Marie-Thérèse Davoux (1766-1818), se acercó Iván A. Bunin al cementerio de Montmartre a visitar su tumba. Pero nadie de por allí guardaba memoria de ella ni tampoco aparecía evidencia alguna de su presencia inerte, en un primer recorrido por el recinto. Solo después de rebuscar con meticulosidad, dio con los restos de la sepultura. ¡Y eso que se trataba de la Diosa Razón!, pues con este nombre había sido elevada a los altares en la catedral de Notre-Dame la figurinista de la Ópera Marie-Thérèse el 10 de noviembre de 1793, cuando los ánimos de la exaltación revolucionaria estaban en su clímax y se había destronado a la anterior Virgen María. Jean-François Garneray realizó un retrato de ella con el título Madmesoille Maillard (que era su nombre apelativo).
Y casi a los cien años de esta visita al cementerio, apenas si recordamos a Iván Alexéievich Bunin (1870-1953), nada partidario de revoluciones, que escribiera un relato con el título «La diosa Razón», basándose en estos hechos. Relato que publicó en 1924, el mismo año que también lo hizo con la novela corta El amor de Mitia [reeditada en 2003, en Pre-Textos, con otros relatos], una vez que ya estaba afincado, con su esposa Vera Múromtseva en París. Antes había publicado novelas como Una aldea, con la que consiguió darse a conocer al público. Buena parte de ellas fueron editadas en español por Calpe, en acertadas traducciones de Tatiana Enco de Valero. Y después dio a la luz, por ejemplo, La vida de Arséniev (1930). Realizaciones que le hicieron merecedor del Premio Nóbel en 1933, primera vez que se le concedía a un escritor exiliado y ruso.
«El tiempo termina por poner cada cosa en su sitio», decimos. «Poco a poco, siempre, arregla todas sus cuentas la historia», cantan Olga Manzano y Manuel Picón, y continúan: «Y, el tirano, aunque se vista con sus galas primorosas, / tiene un árbol que lo espera con un nudo y una soga». En fin, a la vista de estos y otros acontecimientos, podemos dudar del justiciero Tiempo, aunque ello suponga que nos lancemos en brazos del descontrolado Azar.
[Sobre lo escrito aquí, puede verse el artículo de Pedro Torres Curiel, «De la gloria al olvido: el caso Bunin», en la revista ovetense Clarín, n.º 99, mayo-junio 2012].
También creo yo que el tiempo pone a cada cual en su lugar. Todo acaba saliendo a la luz, más tarde o más temprano, estemos vivos o muertos y no lo podamos ver, pero acabará saliendo.
ResponderEliminarSaludos Lavela.
Algunos piensan que llevamos una carga de genios, habidos a lo largo de la historia, a nuestra espalda que nos va a deslomar. Que, para reconocer los nuevos talentos, debemos desembarazarnos de ese peso que nos abruma. Por tanto el tiempo es una mochila que se va llenando y llenando de cosas que merecen la pena llevar en el camino. Para recuperar la virginalidad nos sobra toda esa carga. Si la abandonamos y nos quedamos ligeros, volveremos a ir recogiendo nuevas flores del camino otra vez. Pero, dado que no portamos nada con que comparar pues lo dejamos tirado atrás, puede que sean las mismas.
ResponderEliminarA veces las cosas se quedan en el olvido y ya no se recuperan, el tiempo también borra lo que hubo e incluso lo distorsiona.
ResponderEliminarEs una forma de verlo, Elena. "Si no quieres que algo se sepa, es mejor que no lo hagas", nos dice la Prudencia.
ResponderEliminarSaludos a ti.
Es una constante, ebge: ¿qué hacemos?, ¿partir de cero o aprovechar lo existente?, ¿salir del hogar o quedarnos en él? Curiosamente, en estos tiempos de globalización virtual, dicen los recientes estudios que la movilidad está produciendo mucha nostalgia y ansiedad.
ResponderEliminarTambién es verdad, Esther, que hay épocas de nuestra vidad (individuales y colectivas) que no retornan y, tal vez por ello, las distorsionamos.
ResponderEliminar