«De la poesía antigua, de rima, aún me entero de algo, pero con la moderna me entra un complejo de ignorante…» Es una frase que hemos podido decir en cualquier momento al referirnos a las composiciones líricas de los tiempos recientes. Y tenemos razón. Hace algunos días anotábamos que la poesía de los siglos precedentes al Romanticismo, por lo general, obedecía (y se beneficiaba) de la evocación de figuras mitológicas –Ícaro, Orfeo, etc.– o de lugares comunes en la naturaleza –volcanes, bosques, etc.–. Una vez que conocíamos su significado, entonces disponíamos del código para su interpretación (que era única). Pero la poesía moderna es harina de otro costal.
Podemos acercarnos a ella con una notable carga de conocimientos sobre mitología griega (que nunca estorba) y, sorprendentemente, quedarnos en blanco. Y es que aquí nadamos en la desolación, sin agarraderas a la vista, sin salvavidas. Estamos en un espacio construido desde el sentimiento y, por lo tanto, tendremos que abordarlo saliéndonos de la razón. Nos ayudará a su comprensión el conocer la biografía de quien escribe y el análisis literario del poema (una vez que lo hayamos leído completo) para ver si damos con las palabras que transmiten la mayor carga sentimental y podemos establecer el asunto del texto. Pero no demoremos más nuestra llegada a uno de ellos:
Déjame esta voz que tengo,
lo mismo que a la pampa le dejan
sus matorrales de deseo,
sus ríos secos colgados de las piedras.
Déjame vivir como acero mohoso
sin puño, tirado en las nubes;
no quiero saber de la gloria envidiosa
con rabo y cuernos de ceniza.
Un anillo tuve de luna
tendida en la noche a comienzos de otoño;
lo di a un mendigo tan joven
que sus ojos parecían dos lagos.
Me ahogué en fin, amigos;
ahora duermo en donde nunca despierto.
No saber más de mí mismo es algo triste;
dame la guitarra para guardar las lágrimas.
Luis Cernuda escribió Déjame esta voz en 1931, encuadrándolo en Los placeres prohibidos, que constituye una parte de La realidad y el deseo (1936). Ahí tenemos esos déjame que inician los dos primeros cuartetos, en los que nos anuncia el estado de desamparo del yo poético (el del poema), pidiendo únicamente la voz –elemento clave de un poeta–; nos narra después el breve cuento de cuando fue feliz –anillo y luna tendida–; y nos lo confía –amigos– desde el recuerdo ahogado en lágrimas, de las que desea desprenderse.
Cada vez que nos acerquemos a este poema, lo envolverá una atmósfera diferente, nos diremos cosas distintas. ¿Alguien da más por menos?
[Ya sabemos que, además, podemos auxiliarnos de libros como el de Rosa Navarro Durán, Cómo leer un poema (Barcelona, Ariel, 1998)]