Es conocida la historia de Neso, el centauro que quisó violar a Denayira –‘la que vence a los hérores’–, tercera esposa de Heracles, el cual arrojó a Neso una flecha y le impidió su felonía. Mientras expiraba, el centauro aseguró a Denayira que la sangre que estaba brotando de su corazón moribundo tenía el poder de preservar el amor en una pareja. Ella guardó un poco de líquido y, pasado un tiempo, cuando comenzaba a dudar de la entereza de su relación con Heracles, roció durante la noche la túnica de éste, el cual una vez se la hubo puesto, vio impotente cómo comenzaba a quemarse su piel, muriendo lenta y dolorosamente. De ahí que la expresión túnica de Neso aluda a un dolor moral devorador del que vanamente pretendemos huir.
Ernst Lissauer (1882-1937), judío prusiano, compuso Canto de odio a Inglaterra (conocida también como Himno del odio) en 1914, la cual fue celebrada en todos los ámbitos alemanes durante la primera guerra mundial, al punto que el emperador le concedió la Cruz del Águila Roja. Pasó de ser un desconocido a gozar de gran reconocimiento popular. Dicen que era una persona bonachona, pero que fue tragado por el ambiente de euforia guerrera que se creó en Alemania y Austria al inicio de la primera guerra mundial. Pero en 1918, al perderse la guerra, estas palabras se convirtieron en su túnica de Neso. La industria y el comercio necesitaba hacer negocios con Inglaterra; la política tenía que lavar su cara para seguir en el Poder. Así que Lissauer, amante de su patria, fue desterrado y murió en el mayor dolor que le podían infligir.[Todo esto (y mucho más) en las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer (Acantilado, 2002)]
Después de estos fugaces e íntimos momentos, torna la vista y camina hacia adentro. Pronto los rutinarios quehaceres la devuelven a la vida, borrándole la desazón primera. Podría decirse que es feliz. Bueno, también están los inconvenientes, especialmente de incomunicación, pero la velocidad del día se los traga. Digamos, entonces, que se siente dichosa entre las risas, la suave piel, las miradas reconfortantes, los besos, las pequeñas manos. La máquina, joven, comienza a andar con lavados, peinados y desayunos.
Escas afluencia en la biblioteca. Alguien estudiando, que desespera de su suerte mientras recuerda que hoy tampoco podrá ir a la piscina. Los bancos junto al puente comienzan a llenarse de jubilados, así que no vendrán muchos por aquí a leer el periódico. Hay quien se acercará a devolver o recoger películas y música, y a mirar internet. Los horarios de apertura, por otra parte, se reducen y se concentra mayor número de gente trabajando en el mismo turno. «Tal vez hoy pueda despistarme de la rigidez del trabajo», piensa la bibliotecaria, «tal vez pueda atreverme con la libertad». Ella, que pasa por cumplidora ecuánime de sus tareas, se asusta un poco al reconocerse con este pensamiento. Por no caer en absurdas querencias, se levanta para colocar una enciclopedia recién incorporada a los fondos de consulta. Cuando está haciendo hueco en la estantería, se desentiende de los volúmenes del suelo, se incorpora y comienza a andar. Allá, al fondo del pasillo, ha creído ver…; no, no, tiene la seguridad de haber visto…»
José Ortega y Gasset (1883-1955), que tenía un sentido de la observación y reflexión poco común, comenzó a escribir en 1929 (en El Sol) los artículos que darían paso a La rebelión de las masas. Había entrevisto que la masa se estaba adueñando de la esfera pública; la masa sin moral, necesitada de heroicidades. Los sentimientos: esas pequeñas criaturas… (tan manipulables).
Pero también hace cien años, en grandes espacios públicos –plazas de toros, teatros, etc.– se hablaba a la gente desde otra perspectiva: desde el pensamiento. Se le decía: «¿Quién construye los edificios?, ¿quién pone los ladrillos en las frías mañanas de invierno? Y, entonces, ¿por qué no puedes acceder a una vivienda digna y, en el caso de que lo hagas, es con un sacrificio de años? Cultívate, lee, discute, no dejes la sociedad en manos ajenas. Tú eres tu única heroína, tu único héroe». Y no se le pedía que hiciera profesión de nada.
Aprovechando uno de los escasos momentos en que sale a colocar por las estanterías, figuro despistarme, nos encontramos y le digo que estoy con Mendel, el de los libros y… apenas esboza una mueca de deferencia. Ella, que en cualquier otro momento tremolaría ante título tan sugerente y me hubiera hablado de no se qué novedad fantasiosa para camelarme y forzar que le contara lo que ocurre en esas páginas, para que le hablara de cómo van cayendo dentro de mí las palabras que estoy leyendo.