La nieve tiene, como muchos otros elementos, valores diversos según va cayendo. Puede nevar sobre los campos recién sembrados, sobre el verde recién nacido, sobre el barbecho. Puede nevar sobre los señeros robles, sobre los angulosos pinos, sobre las rocas desnudas. Lo contemplamos desde los balcones, limpiando el vaho que van acumulando los cristales, con la sensación de que durante unos días −al igual que las cercanas carrascas− permaneceremos en la inactividad. Quedaremos en sosiego.O puede nevar sobre las pistas en las que iremos a llenar el (temido) vacío de los días de descanso, haciendo familia o cultivando amistades. En este caso, la nieve sacará la adrenalina almacenada durante tantas horas cotidianas. Nos lanzará por las laderas, dentro de la burbuja de nuestra risa, codo a codo con otras libertades enfundadas de etiquetas. (No nos atrevemos a decir, como Gamoneda, «arráncate la luz de la mirada»). Quedaremos en euforia.
Al igual que en tus ojos la mirada, no es lo mismo una nieve que otra.



Nos asomamos, en la mañana, al escaparate de la librería y sentimos atracción por los títulos del yo. Entramos en la biblioteca y recorremos los estantes hasta llegar a la sección de biografías. Viviendo mi vida, de Emma Goldman; Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz; Orígenes, de Amin Maalouf…


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Aquí no vamos a enviar nada tan sofisticado, pero sí deseamos ofrecer un aguinaldo y hemos pensado que nada mejor que un cuadro de la joven pintora mexicana