Dos vocablos cargados de contenido, unidos por aquello que los separa, al igual que hace el océano con las islas de un archipiélago (tal es el lema, precisamente, de la revista Archipiélago, por desgracia en su último número). Un estado –analfabetismo– y un elemento –tinta– que conviven desde los primeros tiempos de la escritura, pues ya el Egipto faraónico utilizó pigmentos de gran calidad y variados colores, estando vetada la lectura a la gente llana.
Han desaparecido casi en su totalidad los trenes que caminaban a ritmo lento (como aquellos que pasaban por Soria) y paraban en estaciones y apeaderos de cortas distancias. A veces, alguien se acercaba a la ventanilla, bajada hasta la mitad, y pedía:
―¿Me hace el favor de leer el nombre de la estación?
―Sí, por supuesto –respondías–, Balcón de Haya pone el letrero.
―Gracias.
Un ligero escalofrío te recorría la columna vertebral. «Analfabeto». Una persona extraña, con su mundo interior conformado de forma tan distinta a la nuestra. Según recibías con voluptuosidad el aire en los párpados cerrados, pensabas en lo irregular de su situación, en las palabras escritas tan sugerentes –balcón, haya–, sin significado para algunos ojos. Pero no, lo natural es lo suyo. Lo nuestro es aprendido.
Cambian los escenarios, pero las situaciones permanen. Hace unos días, en calle Hospital de Ciegos, a última hora de la tarde, dos mujeres tocadas preguntaban por una dirección que llevaban escrita en un trozo de papel cuadriculado cortado a mano. No sabían leer y apenas balbuceaban el español. Dos líneas que ponían: «calle molinillo / residencia». Estábamos deambulando, así que nos dimos un pequeño paseo. A la vuelta, dentro del frío de este invierno, cuando bajábamos por la ribera de la Quinta, nos vino a la cabeza el poema de David González (1964-):
Han desaparecido casi en su totalidad los trenes que caminaban a ritmo lento (como aquellos que pasaban por Soria) y paraban en estaciones y apeaderos de cortas distancias. A veces, alguien se acercaba a la ventanilla, bajada hasta la mitad, y pedía:
―¿Me hace el favor de leer el nombre de la estación?
―Sí, por supuesto –respondías–, Balcón de Haya pone el letrero.
―Gracias.
Un ligero escalofrío te recorría la columna vertebral. «Analfabeto». Una persona extraña, con su mundo interior conformado de forma tan distinta a la nuestra. Según recibías con voluptuosidad el aire en los párpados cerrados, pensabas en lo irregular de su situación, en las palabras escritas tan sugerentes –balcón, haya–, sin significado para algunos ojos. Pero no, lo natural es lo suyo. Lo nuestro es aprendido.
Cambian los escenarios, pero las situaciones permanen. Hace unos días, en calle Hospital de Ciegos, a última hora de la tarde, dos mujeres tocadas preguntaban por una dirección que llevaban escrita en un trozo de papel cuadriculado cortado a mano. No sabían leer y apenas balbuceaban el español. Dos líneas que ponían: «calle molinillo / residencia». Estábamos deambulando, así que nos dimos un pequeño paseo. A la vuelta, dentro del frío de este invierno, cuando bajábamos por la ribera de la Quinta, nos vino a la cabeza el poema de David González (1964-):
TINTA
Mi otro abuelo
estuvo preso en Oviedo.
En la cárcel provincial.
Después de la guerra.
Todas las mañanas
colgaban una lista
en la puerta de entrada a la cárcel.
En esa lista estaban escritos
los nombres y los apellidos
de todas las personas
a las que el día anterior
habían puesto contra el paredón
o dado muerte
mediante garrote vil.
Imagínate a tu abuela,
me decía mi padre,
sin saber leer ni escribir,
conmigo en brazos,
preguntando a gritos
a las otras mujeres
si tu abuelo
se había convertido
Mi otro abuelo
estuvo preso en Oviedo.
En la cárcel provincial.
Después de la guerra.
Todas las mañanas
colgaban una lista
en la puerta de entrada a la cárcel.
En esa lista estaban escritos
los nombres y los apellidos
de todas las personas
a las que el día anterior
habían puesto contra el paredón
o dado muerte
mediante garrote vil.
Imagínate a tu abuela,
me decía mi padre,
sin saber leer ni escribir,
conmigo en brazos,
preguntando a gritos
a las otras mujeres
si tu abuelo
se había convertido
en tinta.
(Puede leerse el poema, entre otros lugares, en Once poetas críticos en la poesía española reciente [Tegueste-Tenerife, Baile del Sol, 2007].)
(Puede leerse el poema, entre otros lugares, en Once poetas críticos en la poesía española reciente [Tegueste-Tenerife, Baile del Sol, 2007].)
En mi vida he conocido a alguien realmente analfabeto. Quizá pudiera decirse que mi bisabuela o la más mayor de mis abuelas no son muy cultas: tampoco tuvieron oportunidad.
ResponderEliminarSacadas de la escuela a los 10 años, la más afortunada se quedó en el pueblo. Otra tuvo que marcharse a servir a Madrid, donde en aquellos duros tiempos de posguerra no había qué comer, y menos para las criadas.
Mi bisabuela estuvo en su madurez (muchos años más tarde) viviendo en Madrid junto a un familiar cura. No fueron ni uno, ni dos, sino seis años entre sus calles. Debido a su inseguridad en aquel mundo extraño, no pasaba de las dos tiendas que conocía y apenas se atrevía a cruzar la calle. Todo por no entender los carteles ni aventurarse en esa jungla de asfalto tan lejos del viñedo que la vio nacer.
¿Incultura o arraigo? A veces lo natural, la tierra, la sangre, llama más que el Museo del Prado. Quizá no sea natural, pero más de uno se revolvería en su tumba si llega a saber lo lejos que está de su pueblo natal.
Es verdad que la lectura es aprendida, y que es un derecho fundamental, pero hoy todavía hay personas analfabetas, muchas procedentes de países del Este que vienen a trabajar a nuestro país.
ResponderEliminarProbablemente allí sea natural no "perder el tiempo en el colegio" para rápidamente trabajar..., cerca nuestro algunas etnias no dan tampoco tanta importancia al aprender, más de un día tengo que dar un toque a los niños que vienen por la mañana a conocetarse al ordenador cuando lo que tendrían que hacer "obligatoriamente" es estar en el cole...
Pero leer, qué menos que leer.
No hay que bajar la guardia: la alfabetización es la clave del acceso digno a la cultura.
ResponderEliminarMenos mal que la tinta también es medio de aprendizaje. Aunque no debería cargar sola con toda esa responsabilidad. Mejor acompañada.
ResponderEliminarLa tinta y la vida se complementan. Dicen que la primera es una especie de prolongación de la segunda. Pero por supuesto no es más que una metáfora y la tinta a lo más a que llega es a denunciar el destino de su compañera.
Me ha encantado el poema, es triste pero entrañable.
ResponderEliminarYo si conozco gente que no ha tenido la suerte de aprender a leer, ni a escribir.
No hace falta ir muy lejos, en pequeños pueblos de nuestra provincia aún queda gente así.
Como tantas veces hemos dicho, que no se repita la historia.
La verdad que la lectura se ha convertido en algo normal para nosotros que tenemos educación y no me imagino cómo álguien analfabeto puede vivir sin que le estén sisando todo el día, porque nos lo hacen a los que sabemos leer.
ResponderEliminarno me imagino cómo álguien analfabeto puede vivir sin que le estén sisando todo el día, porque nos lo hacen a los que sabemos leer
ResponderEliminarLo del dinero es otro tema, para eso existe un sexto sentido,hay muchas personas que no saben leer pero con el dinero se manejan estupendamente. La pela es la pela.
Una de mis abuelas era analfabeta, y a veces yo pensaba en que pensaría ella ante los carteles en la calle, los rótulos de las tiendas... Desde luego no le impidió desenvolverse con soltura haciendo lo que hacían la mayoría de las mujeres de su edad.
ResponderEliminarY ahora mismo me encantaría darle un beso.
Es verdad... yo pensaba en las cartas de amor, pero esas sólo se escriben en las películass... :)
ResponderEliminarEse poema es buenísimo ¿no os parece?
ResponderEliminarSi que es bueno, si...
ResponderEliminar:)