«Mi vida no es nada interesante», le digo a la Bibliotecaria, «por eso me atraen tanto otros andares». En estos días pasados he estado disfrutando con la lectura de algunos textos sobre María Sibylla Merian (1647-1717), que llegó a ser una entomóloga reconocida y produjo alguno de los libros más bellos que existen, pues también era una consumada ilustradora y grabadora en cobre. Había aprendido a ello de niña en Frankfurt, donde nació, en el taller de su padre (que murió cuando tenía tres años), y en el estudio de su padrastro, que era pintor. De aquí pasó a la ciencia, pues dibujaba y pintaba al óleo y acuarela «gusanos, moscas, mosquitos y arañas», siendo para ello fundamental la capacidad de observación. Ello hacía que entonces las mujeres realizaran buena parte de la ilustración en astronomía, botánica, zoología y anatomía (al igual que numerosas monjas habían ilustrado manuscritos en el medievo).
En 1665 se casó y se trasladó a Nuremberg, donde abrió su propio negocio, en el que reunió a un grupo de mujeres como aprendices y ayudantes. Allí vendía «finas sedas, satenes y linos que había pintado con flores de su propio diseño» –¿qué no daríamos hoy por encontrarnos con estas prendas en las ferias de artesanía?–. Y, además, desarrolló un tipo de acuarela que admitía múltiples lavados. En 1679 publicó su primer libro: Maravillosa metamorfosis y especial nutrición de la oruga, en el que mostraba esta singular transformación –huevo, oruga, capullo y mariposa– con ilustraciones de múltiples orugas. Había comenzado su estudio con la intención de encontrar una variedad tan rentable como la del gusano de seda (interés que compartía con Leibniz y demás).
En 1685 abandona al marido y se marcha, con sus dos hijas (también ilustradoras), a una comunidad labadista en Walta. Unos años después se le concede el divorcio al marido –práctica ésta del divorcio bastante común en estos años por aquellas tierras–. De allí pasó a Amsterdam y, en 1699 (con 52 años), viajó a Surinam a estudiar la vida de los insectos. Afectada de malaria, regresó a los dos años, con gran cantidad de animales, plantas e ilustraciones que vendió para costearse el pasaje. Y se sumió en su principal obra científica: Metamorphosis insectorum surianensium. En sesenta planchas incluyó dibujos de insectos y plantas (algunas no conocidas en Europa) y citó lo conocido hasta entonces en ciencia [Internet nos permite disfrutar de ello]. Imprimir la obra resultó caro: 45 florines. Pero fue reconocida de inmediato y pasó a bibliotecas y academias. Ya en 1717 el zar (que tenía un retrato suyo colgado) compró dos volúmenes por 3.000 florines.
La ciencia la ha reconocido poniendo su nombre a dos escarabajos, seis plantas y nueve mariposas.
Bien por estas mujeres que se sobrepusieron a las normas de su época y a la rigidez de costumbres, bien porque nos abrieron camino, y ahora los hemos encotrado ya trazados, de momento... de nosotras depende mantener lo que otras consiguieron.
ResponderEliminarPues sí, Esther, eran personas admirables.
ResponderEliminarDisfruta del verano.